Casi todos contra el fútbol
Lo que lleva machacando a este deporte desde antes de la pandemia son sus dirigentes nacionales e internacionales
Sé que a muchos no les interesa, pero a otros sí, y hace más de un año que no hablo aquí de fútbol, cuando motivos hay de sobra. En ese tiempo nos hemos acostumbrado a que no haya público, y, lo que tiene más mérito, se han acostumbrado los jugadores. No era fácil, pero tampoco dificilísimo: quien ha jugado de niño sabe que el espectador es secundario, porque en esos partidos escolares no había ni uno, y sin embargo nuestras ansias de meter goles y ganar permanecían intactas. Nos empleábamos tan a fondo como si hubiéramos estado en Chamartín o en el Camp Nou, se trataba de una cuestión de amor propio. No es tan raro, así, que futbolistas de élite, que además se saben contemplados a distancia por millones de aficionados y se disputan títulos, procuren sacar sus mayores virtudes aunque no haya un alma en el estadio. Dicho sea de paso, el público simulado y los rumores grabados parecían una tontería, pero acaban ayudando a hacerse la ilusión, como el castillo que en el teatro vemos pintado al fondo del escenario.
Lo que lleva machacando al fútbol desde antes de la pandemia son sus dirigentes nacionales e internacionales. No hay quien siga los campeonatos, al carecer de continuidad y verse constantemente interrumpidos por inventos absurdos que no interesan a nadie. ¿Alguien sin smartphone recuerda (¿le importa?) quién ganó la llamada Liga de las Naciones? Lo único que consiguen esos choques superfluos es agotar a los jugadores y desorientar y empachar a las aficiones. ¿Tiene sentido que la Supercopa española se dirima en un país exótico, aparte de cobrar dinero y meterles kilómetros de avión a los equipos? ¿Que el Mundial se celebre en Qatar, cuna del juego, con un calor de muerte o fuera de fechas? Nunca ha habido tantas lesiones, lo cual no es extraño, con el permanente tute a que se somete a los futbolistas.
La más reciente amenaza ha sido la Superliga, un proyecto megalómano, señoritil, pretencioso y aburridísimo. Si vemos todos los años varios Madrid-Juventus, Bayern-Barcelona y Manchester United-PSG, ¿dónde está la gracia y la excitación de esos duelos, convertidos en rutinarios? A mí no me interesan más que si suponen un acontecimiento. Prefiero una Liga en la que el Numancia pueda ganar 3-0 al Madrid, como sucedió hace años, o el Hércules 0-3 al Barça, como ocurrió hace aún más años. Pero no vayamos tan lejos y centrémonos en lo de pretencioso: si hace nada el Barça sufrió un 1-2 ante el Granada, y el Madrid otro 1-2 ante el Levante, ¿qué les hace creer a estos clubs grandes que sólo merecen enfrentarse al Liverpool y al Inter? Antes deberían cumplir con sus “deberes” domésticos, y no siempre lo logran.
Otra desgracia acaecida son las “nuevas reglas”. Es casi imposible que un guardameta pare hoy un penalti, obligados como están a no adelantarse un milímetro de la raya de gol ni un microsegundo al golpeo del balón por el ejecutor. Ahora una pena máxima es un fusilamiento inapelable. Lo de las manos clama al cielo; no sólo se han suprimido la voluntariedad e involuntariedad, sino que se pretende que los futbolistas salgan al campo con los brazos amarrados a la espalda, porque cualquier roce es punible. Y además no se tiene en cuenta que con frecuencia los delanteros apuntan al brazo del defensor, y la mayoría están sobrados de puntería. Si me tiran un balón a la mano, ¿la infracción es mía por no habérmela cortado? Eso viene a decir la ridícula regla actual. El VAR es otro desastre. No sólo se cantan todos los goles en diferido, no sólo uno u otro equipo se llevan un chasco tres minutos después de la desesperación o del éxtasis (ambos interrupti), sino que se ha abolido el concepto de “estar en línea” en los fueras de juego. Y los comentaristas, tan papanatas con escasas excepciones, analizan muy serios si el hombro o la uña del meñique del goleador estaban adelantados un micromilímetro. El juego se ha hecho grotesco, y hemos visto tantos de extraordinaria factura anulados por un mechón que sobresalía, santo cielo.
Esos comentaristas, encima, se han vuelto cursis y moñas, la mayoría. Informan cada poco de estadísticas imbéciles que nos traen sin cuidado: “Con este gol Benzema pasa a ser el francés más anotador de La Liga, superando al mítico Kopa”. ¿Francés? ¿Búlgaro? Tampoco ha habido tantos jugando en nuestros clubs. Pero aún peor es que se dediquen a decir “El pase de Modric ha sido delicioso” o “exquisito” o “sabroso”. La obsesiva gastronomía ha invadido también el deporte. Y los hay que no han visto nada, porque se derriten ante lances que los más veteranos nos hartábamos de ver en cada partido de Di Stéfano, Peiró, Luisito Suárez, Kubala o Netzer. “Lo de Neymar es un escándalo. Es imparable”. Yo he visto cómo lo paraban decenas de defensas, sobre todo en el Barça, si es que no perdía el balón él solito. Lo lamento, pero cada vez que oigo en sus labios las palabras “deleitoso”, “acariciar” o “digno de éxtasis”, me digo: “Por favor, que corrijan a este ñoño amanerado y que le pongan algunos partidos de otros tiempos, cuando saltaban al césped Gento, Kocsis, Rexach, Marcial, Velázquez, Babington, Best o Mendonça”. O Cruyff. Para que comparen y aprendan.
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