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Stéphane Dion: “No se conocen casos de secesiones en democracias asentadas”

El exministro liberal canadiense, artífice de la Ley de Claridad sobre la secesión de Quebec, explica en un libro colectivo las condiciones para una hipotética independencia en un régimen democrático

Stéphane Dion, político canadiense, este lunes en un hotel de Madrid.
Stéphane Dion, político canadiense, este lunes en un hotel de Madrid.Claudio Álvarez
Fernando J. Pérez

Numerosos analistas se apresuraron, tras las elecciones catalanas del 12 de mayo, a emitir el certificado de defunción del procés independentista, que ha monopolizado el debate político español desde 2012. La casualidad ha querido que el discreto entierro del órdago nacionalista coincida con la publicación del libro Condiciones de la Secesión en Democracia (Tirant Lo Blanch). En esta obra colectiva, el diplomático y político quebequés Stéphane Dion, artífice, bajo el gobierno de Jean Chrétien, de la llamada Ley de Claridad de 2000, que establece las muy exigentes condiciones democráticas para que una eventual escisión de esa provincia canadiense francófona pudiera llevarse a término, revisa la singularidad de Canadá, el único de los grandes Estados democráticos cuya constitución contempla la divisibilidad de su territorio. En el libro, Dion, que lo ha sido todo en la política de su país —tres veces ministro, ocho veces parlamentario federal, líder del Partido Liberal, jefe de la oposición, embajador en Alemania y ahora Francia—, establece un diálogo, a través de tres artículos, con Alberto López Basaguren, catedrático de Derecho Constitucional, y Francisco Javier Romero Caro, investigador del Instituto de Federalismo Comparado, que analizan los paralelismos de Canadá con España y otros países europeos.

“No se conocen casos de secesiones en democracias asentadas, y creo que es muy difícil deshacer ciudadanías construidas sobre la libertad de las personas. Es muy difícil romper un Estado moderno cuyos elementos de solidaridad se han levantado en libertad a lo largo de décadas”, afirma Dion (Ciudad de Quebec, 68 años) en conversación con EL PAÍS en Madrid, adonde acudió el lunes a presentar el libro. “Sin embargo, que nunca haya habido casos no quiere decir que esta posibilidad nunca vaya a suceder”, concede.

Este político federalista, tan defensor de la autonomía como enemigo de las soluciones al margen de la legalidad, “exhibió valor durante el referéndum de independencia de Quebec de 1995; rebatió los argumentos de los separatistas y defendió la causa de Canadá y la unidad del país con talento y convicción”, escribió sobre él Michael Ignatieff, premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales 2024, en sus célebres memorias políticas Fuego y Cenizas. Ignatieff fue uno de los grandes rivales políticos de Dion y su sucesor al frente de los liberales canadienses.

En aquel referéndum, secuela de otro que se celebró en 1980, los quebequeses rechazaron por un 50,2% —apenas 80.000 votos de diferencia— la secesión, oculta bajo una pregunta enrevesada y multidimensional con la que el gobierno de la provincia, en manos del nacionalista Partido Quebequés (PQ), pretendía asegurarse la independencia incluso en el caso de que fracasaran las negociaciones con el Gobierno federal posteriores a la consulta.

Días después de aquel referéndum fetiche para los independentistas en España, Jean Chrétien fichó al sociólogo y politólogo Dion, que empezó su carrera pública desde la cúspide. En 1996, el líder liberal lo nombró ministro de Asuntos Intergubernamentales, una cartera que llevaba el título oficioso de “Unidad de Canadá”. Su principal iniciativa fue enviar al Tribunal Supremo, máximo intérprete de la Constitución canadiense, una consulta sobre las condiciones en qué una provincia podría escindirse del conjunto del país.

La respuesta del tribunal, en 1998, fue rotunda: una provincia podría separarse si así lo deciden sus ciudadanos a través de una mayoría clara (que no se establece), en un referéndum con una pregunta clara y unívoca pactada con el Gobierno federal, que obligaría al este a abrir una negociación al cabo de la cual, solo si hay acuerdo entre las dos partes sobre los términos de la separación y siempre con respeto a los derechos de todos, incluidas las minorías, se procedería a una reforma constitucional que daría pie a la independencia. “Solo después de estos requisitos, el país precedente puede invitar al mundo entero a reconocer al nuevo Estado y a acogerlo en las Naciones Unidas. Es la única solución que existe para que haya una secesión pacífica que respete los derechos de cada uno”, afirma Dion.

Los nacionalistas del PQ acogieron ese dictamen con entusiasmo, aunque solo en los aspectos que les resultaban favorables, como la obligación de Ottawa de sentarse a negociar tras un referéndum, y obviando las cuestiones sobre la claridad de la pregunta y la mayoría. Por ello, en 2000, para reforzar estas condiciones, se aprobó la Ley de Claridad, que en la práctica impide cualquier intento de secesión unilateral y hace tremendamente garantista una independencia pactada. Desde entonces, el apoyo al nacionalismo ha ido en descenso en Quebec y los independentistas han evitado plantear nuevos referendos.

En el libro, y en numerosos discursos a lo largo del tiempo, el político canadiense constata que a la aversión que tienen los Estados a las secesiones unilaterales por la preocupación por su propia integridad territorial y las repercusiones sobre la estabilidad internacional, se suma, en el caso de las democracias, un tercer factor, el más fundamental y que, sin embargo, suele dejarse al margen en el debate: el derecho a la ciudadanía, que la secesión cuestiona directamente.

“La ciudadanía total, pura, completa solo la da la democracia. Esos ciudadanos no pueden dejarse quitar sus derechos, y los de sus hijos, de manera unilateral por el primer ministro de una región que un día dice: “Ahora soy presidente de una república”. Esto es lo que a menudo creen los independentistas, pero hay que explicarles por qué no es así”, afirma.

El discurso nacionalista, a la hora de plantear la secesión, suele soslayar los argumentos identitarios, y recurrir a razones de tipo económico o de eficacia en la administración del territorio, algunas veces voluntaristas o directamente ilusorias. Dion, no obstante, rechaza el ataque directo: “La deshonestidad intelectual está en todas partes, incluido nuestro propio campo. En lo posible, debemos llevar a cabo el diálogo con respeto. Y lo que yo creo es que muchos nacionalistas están tan imbuidos del sueño de su proyecto nacional que este llega a ser su única vía de comprensión de la vida en sociedad, y de ahí deducen que las naciones tienen derechos que se sitúan por encima de los derechos de las personas. Y lo que hay que decirles es que vuestra aspiración nacional puede realizarse en el marco del país existente, pero para ello debéis convencer a los otros y probar que vuestro pueblo se quiere separar, y una vez que se ha dado esta prueba, habrá que negociar. La negociación será difícil, pero es el procedimiento que hay que seguir, porque la sociedad no se construye sobre el principio de dominación de las naciones, sino sobre el respeto a la persona”.

El veterano político alerta contra la tentación de oponer una identidad a otra. “El debate no está en negar una identidad ni pretender que la mía es mejor que la tuya. Canadá ya intentó eso, decirle a Quebec: ‘Vamos a gritar Canadá más fuerte que Quebec y así la gente se hará procanadiense. Vamos a poner más banderas canadienses que quebequesas y así se harán canadienses...’ Eso no va a funcionar. Si obligamos a la gente a elegir, optará por la identidad que les sea más próxima. Las identidades se suman, no se restan, y os interesa abrazar todas vuestras identidades en lugar de forzar a unos y otros a elegir”. Y añade: “No conviene dejar el monopolio de la identidad de una región a los independentistas, hay que convencer al mayor número de personas posible de que la solución son las identidades plurales”.

Cesiones de autonomía

En los sistemas de tipo federal, Dion advierte también contra las cesiones constantes de parcelas de autonomía como única vía de contentar al nacionalismo, sin reforzar al mismo tiempo el principio de solidaridad. “Si [a una región con pulsiones secesionistas] solo se le da más autonomía, al final nos encontramos en una situación en la que las autoridades centrales no van a poder ejercer su papel correctamente, lo que va a desincentivar el trabajar con ellas y que la región en cuestión sea percibida como permanentemente insatisfecha o la niña mimada del país, lo que puede crear animosidades hacia ella que hagan que se encierre más sobre sí misma y deje de interactuar con las otras regiones, y que los independentistas, en lugar de calmarse, crean que están cada más cerca de su objetivo”.

Dion constata que “si la inmensa mayoría de las democracias se consideran indivisibles y todas ellas rechazan las secesiones unilaterales tiene que haber razones más allá del puro vínculo de la gente con su país”. “Ese es un argumento del tipo ‘mi nacionalismo es más fuerte que el tuyo, así que ignoro el tuyo’. Me parece insuficiente, al igual que decir únicamente que no tienes derecho a la secesión porque la Constitución no te lo permite, ese también es un diálogo bastante pobre”.

Su tesis es que la ciudadanía, y la convivencia prolongada en libertad, es la base sobre la cual las democracias se consideran indivisibles. Y pone un ejemplo de política-ficción: “En Checoslovaquia, tras el fin del comunismo, las poblaciones checa y eslovaca no tenían ganas de seguir juntas, lo mostraban los sondeos y no hizo falta siquiera un referéndum. Yo creo que si, en vez de separarse inmediatamente, hubieran tenido una experiencia de, digamos, diez años, de vida en común, con una constitución para el conjunto del país con derechos ciudadanos derivados de ella, la separación habría sido mucho más difícil. Pero al salir del comunismo se pudo hacer sin mayor problema porque la identidad no estaba soldada a la libertad”.

Dion, como buen diplomático, muestra un cuidado exquisito en no injerir en los asuntos internos de otros países, y no se le pasa por la mente recomendar la fórmula canadiense a España o a otros Estados. Sin embargo, sí sostiene que estos principios de claridad tienen alcance universal. “Si este razonamiento que yo aplico a Canadá es aplicable a otras democracias, les toca discutirlo a ustedes, pero al menos es necesario que tengan la información exacta sobre cuál es el modelo canadiense”.

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Sobre la firma

Fernando J. Pérez
Es redactor y editor en la sección de España, con especialización en tribunales. Desde 2006 trabaja en EL PAÍS, primero en la delegación de Málaga y, desde 2013, en la redacción central. Es licenciado en Traducción y en Comunicación Audiovisual, y Máster de Periodismo de EL PAÍS.
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