La escuela Tarlatana: Una escuela de éxito contra todo pronóstico
El colegio, ahora con una alta demanda, se renovó física y pedagógicamente para dejar de ser un centro estigmatizado
Hace 11 años, cuando Anna Masip entró como directora en la escuela Tarlatana de Sabadell, ubicada en el barrio de Can Puiggener (altamente conflictivo y con elevado porcentaje de inmigración y vulnerabilidad) el corazón le dio un vuelco: “Me encontré con algo que nunca pensé que existiera en este país. La escuela estaba sucia, todo estaba cerrado, los profesores estaban desmotivados, apenas había niños… aquello no era una escuela, era una tristeza total”, recuerda la docente. Un cambio metodológico y una renovación física del centro convirtió la conocida entonces como la “escuela de gitanos” en un colegio de referencia, con gran diversidad de alumnos y con familias de otros barrios que lo eligen por su proyecto pedagógico.
El reto era enorme, y el panorama desolador: las peleas entre alumnos eran constantes -con armas blancas incluidas-, las aulas estaban cerradas con llave y el almacén, lleno de cosas: “Había un montón de material sin abrir, mucho obsoleto, pero como las familias no pagaban, no se les daba. Y un nivel de aprendizaje bajísimo, porque los niños se pasaban el día copiando libros o viendo vídeos a cambio de chuches”, rememora la directora. La situación era tal, que el Departamento se había planteado cerrar la escuela, pero apostó por un nuevo equipo directivo y una renovación en profundidad. “Al principio nadie nos quería, ni familias ni maestros, pensaban que no era posible el cambio. Si no fuera por el apoyo de la inspección y el Departamento, no habríamos sobrevivido”, tercia.
Lo primero que hicieron para propiciar el cambio fue apaciguar los ánimos. “Teníamos que empezar a atender a los alumnos y calmarlos. Estaban enfadados con todo el mundo, y así era imposible enseñarles contenidos”, apunta la directora. Paralelamente, renovaron el mobiliario con elementos de madera -reciclados y de donaciones- para hacer de la escuela un espacio acogedor. Empezaron por la etapa de infantil. “Fue un éxito. Los mayores pronto empezaron a reclamar que querían lo mismo que los pequeños, así que el cambio lo hicimos en tres años”. Además, rebautizaron la escuela -entonces se llamaba Alcalde Marcet- y un alumno diseñó el logotipo: una casa –”porque esto es más que una escuela”, dice la directora- con una trama simulando el tejido de la tarlatana.
Al mismo tiempo, había que cambiar los métodos de enseñanza. “Había niños de 5º y 6º que no sabían leer, y eso les generaba frustración y provocaba conflictos. Y teníamos claro que debía ser un aprendizaje vivencial, que vieran que lo que aprendían les podía servir fuera de aquí. Hacer fichas no era viable”. Y optaron por la vía de aprender jugando. “Si les pones a jugar simulando una cafetería, además de matemáticas y cálculo, aprenden expresión oral y las habilidades sociales para pedir las cosas con educación”.
Pero el camino no fue fácil. “Las familias no lo entendían, se pensaban que se pasaban el día jugando y no entendían que no hubiera deberes. Había mucha crítica, y a veces te hacían flaquear”, rememora la directora. Pero no solo de las familias. Un sector del profesorado también ejerció una dura oposición. “Los profesores estaban cómodos con el sistema anterior, porque tenían pocos alumnos, los juntaban y algunos se tomaban la mañana libre. No querían cambiar y tampoco se querían marchar porque llevaban aquí 20 años y a nosotros nos veían como intrusos. Los claustros eran horribles, lo criticaban todo y hubo muchos cambios en el equipo directivo porque no lo resistieron”, recuerda con cierta tristeza.
Con el tiempo, algunos se jubilaron y otros se trasladaron a otros centros, permitiendo la entrada de docentes más jóvenes y motivados, que se sumaron al cambio. Con el personal de apoyo educativo -integradores sociales, educadores…- y la reducción de horas de despacho por parte del equipo directivo, han logrado mantener dos profesores por aula casi todo el tiempo, lo que ayuda a una atención más personalizada de los alumnos. Con todo, todavía deben lidiar con la alta movilidad del personal. “Muchos están aquí un tiempo aprendiendo, pero a la que pueden se van a otros centros más fáciles, aquí se trabaja mucho, pero todo el mundo tiene vida”, tercia.
La directora tiene claro que un tipo de escuela así requiere mucha implicación “e invertir muchas horas”, también “llevarse los problemas a casa”. “Pero los alumnos te enseñan muchas cosas de la vida y aprendes a gestionar las emociones”. Y también hay recompensas: “Este año han ido, por primera vez de colonias. Hace un tiempo no hacíamos ni excursiones, las familias no se fiaban, pero este año, pese a las reticencias han ido ocho alumnos. Han vuelto encantados y el año que viene muchos otros ya dicen que quieren ir”, asegura con orgullo.
Y las cosas han cambiado. Y mucho. Los espacios de la escuela son encantadores, con mobiliario de madera y elementos naturales, acogedores. Ahora todos los profesores reman en la misma dirección. “Y las familias confían en nosotros porque han visto que lo que hacemos es para ayudar a sus hijos”, apunta la docente. También han logrado incorporar familias de clase media de otros barrios de la ciudad, que han apostado por el proyecto pedagógico y están revitalizando la asociación de familias. También, al contrario que la gran mayoría de escuelas, la matrícula viva -alumnos que llegan a medio curso- les está ayudando. “Somos forofos de la matrícula viva porque ello nos da diversidad. Si no fuera por ello, continuaríamos siendo la escuela de los gitanos”, apunta la docente. Y es que, si en 2015 el 85% de alumnos pertenecían a esta etnia, el porcentaje actualmente es la mitad, porque ha aumentado el número de alumnos y ha variado su procedencia.
El curso llega a su fin. Y los alumnos están tristes. “No se quieren ir, aquí en el colegio se sienten protegidos y cuidados. Incluso cuando se ponen enfermos no quieren ir a casa. Muchos viven en malas condiciones, en viviendas ocupadas, en garajes… y con mal ambiente en casa. Aquí están tranquilos”. Y así lo refleja el nivel de absentismo, que ha pasado del 60-65% en 2015 al 20-25% actual. “Me gusta estar aquí, esto es como una familia y el instituto hace respeto”, asegura Nadia, que justo acaba 6º de primaria. Sus compañeros asienten. “Los profesores son muy buenos y divertidos, nos cuidan mucho”, añade Mia. Otros, como Jhoseph, que quiere ser cirujano, ve la cara positiva del cambio. “Quiero ir al instituto y aprender cosas nuevas”.
A pesar de todo lo logrado, la directora es consciente que todavía queda un largo camino y año tras año evalúan el proyecto y cambian lo que no funciona. “Pero todavía vivimos la escuela con ilusión, y eso es muy necesario”, remacha.
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