Madrileñofobia, también en Madrid
El rechazo no solo se da en provincias: los habitantes de la capital tampoco nos gustamos entre nosotros y mantenemos una relación de amor-odio con esta ciudad en decadencia y conflicto
Mientras la meseta castellana, ese patchwork pardusco, pasa por la ventana a casi 300 kilómetros por hora, algunos viajeros se acercan a jugar con mi hija en el AVE que cogemos a menudo. Es inevitable que se entable conversación, y muy probable que nos pregunten de qué extremo somos. ¿De Asturias o Madrid? Podría dar ambas respuestas: en Asturias nací y crecí, en Madrid vivo y he pasado la segunda mitad de mi vida. Hay controversia en la academia sobre si uno es de donde nace o de donde pace. Pero siempre digo lo mismo: somos asturianos.
No es patriotismo, porque yo quiero a mis dos lugares, sino por caer mejor. Se está hablando, como todos los veranos, de madrileñofobia, y haberla hayla. Si digo que soy asturiano caeré bien: somos esos tipos simpáticos que sabemos comer, bebemos sidra y disfrutamos de cierta guasa entrañable en una tierra hermosísima y fresquita. En otros tiempos el estereotipo fue el del pueblo heroico de mineros, marineros, siderúrgicos, vanguardia del proletariado, que con sus manos encendía España, pero hemos quedado para el turismo y las sonrisas.
Si digo madrileño, en cambio, es posible que caiga mal. La figura del madrileño chulo, ese cuyo desparrame veraniego se denuncia, no es nueva: se cultiva desde los manolos del Lavapiés del XVIII, las zarzuelas y sainetes o los chotis en los que el chulo Pichi castigaba (ya en 1931). Así hasta Isabel Díaz Ayuso, reina oscura de los trolls de X-antes-Twitter, que recupera la tradición para decir con chulería cualquier dislate, trumpismo castizo, entre la inocencia y el cinismo: hierve así el orgullo capitalino, al que por fin le alaban sus particularidades, como a los pueblos periféricos, y le dejan de decir soso, sin relato, poblachón manchego. A Julianne Moore lo que más le gusto fue El Corte Inglés: a mí también me gusta, pero es que El Corte Inglés es igual en todas partes, como si se pudiera entrar por uno y salir por otro. Así ocurre en mis sueños.
Las gentes de Madrid, bola de fuego, nos ofendemos cuando nos critican desde fuera, pero es que luego aquí dentro tampoco nos gustamos ni estamos todo el día fundidos en abrazos. Es característica de las grandes ciudades la impersonalidad, la prisa, la competición, y, si bien Madrid siempre ha sido una gran ciudad acogedora, cada vez lo es menos, porque se está destruyendo su tejido ciudadano. Ahora Madrid no acoge, ahora Madrid expulsa. O más bien, expulsa a sus habitantes mientras Mario Vaquerizo, interpretando a un camarero, le pone alfombra roja al negociete: Madrid es madrileñófoba con los madrileños.
Es tradicional en Madrid, además del chotis, el cocido y los pisos ilegales de Airbnb, poner a caldo a Madrid. Aquí todo el mundo sueña con irse, pero no se acaba de ir: es ese sentimiento de amor-odio, esa mezcla de fascinación y hastío que conduce nuestros días de las aglomeraciones del metro a las cañas en las terracitas. En la capital de la libertad está prohibido beber una lata de Mahou en la calle: en su diversidad y amplitud, esta urbe resulta muchas veces opresiva y cada vez más degenerada. Infectada por el turismo masivo, y la suciedad, y la falta de escuelas infantiles y de médicos, y la tala de árboles, y la sensación de inmovilismo, y este calor insoportable, y la desigualdad y el desánimo, la urbe tiene un aire de ciudad vencida, de plaza usurpada, de carroña que devoran los buitres, que son los que están contentos con este Madrid “exitoso”. Porque muchos no ven aquí una ciudad, sino una tarta de la que llevarse un buen mordisco.
Saludemos, pues, a nuestros hermanos madrileñófobos de toda España y de todo el mundo: desde aquí dentro sufrimos como vosotros, o por vosotros. Amamos Madrid, aunque Madrid, esta chatarra que funciona a duras penas, nos lo ponga cada vez más complicado.
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