Refuerza tu marca personal como si fueras famoso: cómo la autopromoción ha invadido todos los sectores
En un mundo en el que la identidad distintiva de las celebridades es una aspiración general, la difusión de contenido en redes es casi tan importante como los propios objetivos en cualquier trabajo: muchos dentistas graban ‘reels’, a transportistas se les exige estar en LinkedIn y a periodistas tener seguidores
En el programa Lo de Évole emitido hace algunas semanas, C. Tangana despierta en un hotel junto al Vesubio, muy lejos de Madrid, y, todavía en pijama, debe empezar a tomar decisiones. Hoy Antón Álvarez Alfaro —el nombre real del artista— es famoso y rico (a pesar de lo visto en Esta ambición desmedida), y en otro momento del programa su madre, por teléfono, le recuerda que tiene mucha suerte. “Y estoy trabajando, mamá”, contesta como dándole la razón, ya sentado frente al periodista en un lujoso restaurante. Está trabajando porque, aunque vaya a disfrutar de una cena deliciosa en un entorno idílico y la conversación con Évole le resulte cómoda y hasta divertida, está siendo grabado, está midiendo sus palabras, está ofreciendo a los espectadores un pedazo de sí mismo y mañana preguntará qué tal la audiencia.
De hecho, como se ha visto, lleva trabajando desde antes de salir de la cama, por más que todo ese trabajo de promoción en Italia sea muy distinto de aquel otro vendiendo bocadillos a destajo en Callao, en condiciones precarias y padeciendo a una encargada injusta. Pero la promoción, por cómodos que sean los hoteles donde se lleva a cabo, también es trabajo y, como todos los trabajos, está sometida a la lógica del rendimiento. Un rendimiento cuyo incremento, en un contexto de aceleración generalizada, supone esfuerzos cada vez mayores que ocupan cada vez más tiempo. En 2024 nadie, tampoco las estrellas de la música que parecen descansar junto al Mediterráneo, escapa del cansancio o de la prisa.
La marca personal: burocracia o contenido
En un artículo reciente, la escritora americana Rebecca Jennings se preguntaba si la incesante autopromoción a la que están condenados los creadores está empeorando las obras artísticas que reciben sus lectores o sus espectadores. Concluía que, aunque es imposible saberlo, sí que está segura de que, gracias a internet, arte y comercio están más cerca que nunca. En un mundo en el que la marca personal de los famosos se ha convertido en aspiración general, esa pregunta es aplicable a casi cualquier trabajador: en todos los ámbitos, los procesos de exposición y difusión de contenido en redes se han convertido en algo casi tan importante como los propios objetos o acciones expuestos. Así que, ¿trabajamos peor cuando dedicamos horas a enseñar nuestro trabajo en internet? Puede que no, pero si el trabajo propiamente dicho no se resiente de todo ese empeño comunicativo, lo hará la vida personal de quien lo saca adelante.
Durante las últimas décadas, los sociólogos han prestado especial atención al modo en que las dinámicas surgidas en el ámbito de la economía y los mercados terminan afectando también a la vida cultural y afectiva de los ciudadanos comunes, y no solo a sus condiciones materiales. Por medio de discursos que se desarrollan en las escuelas de gestión empresarial y que, fuera de ellas, viajan a través de los libros de autoayuda, la publicidad y la prensa, el “pensamiento gerencial”, es decir, las teorías y los valores en principio destinados a la gestión de un negocio, han impregnado nuestras subjetividades. “Es imprescindible asumir que nuestro tiempo es el de la hegemonía del espíritu de empresa y de las nuevas subjetividades emprendedoras e individualistas que movilizan las capacidades al servicio de la rentabilidad”, escriben los profesores Luis Enrique Alonso y Carlos J. Fernández en Poder y sacrificio (2018, Siglo XXI). Los mismos autores defienden que la noción de “talento” preside hoy toda la narrativa empresarial y que de ella surgen otros conceptos como el de “marca personal” o el de “ingeniería creativa”.
“La creciente presión competitiva y las nuevas culturas de empresa han favorecido que, desde los años ochenta, la jornada laboral haya sufrido mutaciones significativas y se haya estirado hasta más allá de las ocho horas”, explica Fernández a EL PAÍS. “Sucede especialmente en lo que denominaríamos profesiones del conocimiento —matiza el investigador—, esas que están ligadas a algún tipo de procesamiento de la información con fines productivos: empresas de las nuevas tecnologías, consultoras, medios de comunicación, industrias culturales, universidades…”.
Para un mercado laboral que demanda que cada trabajador sea capaz de levantar su propia marca personal, Fernández confirma que “el artista hiperconectado sería uno de los mejores ejemplos de trabajador desregulado”, una especie de paradigma al que seguirían todos los demás profesionales de cualquier campo: divulgadores, académicos, periodistas y, al final de la cadena, incluso aquella contable de casi 70 años que aparece en el texto de Jenning: desde su empresa le piden que se abra un perfil en LinkedIn, y eso que está a punto de jubilarse. “Así como el creador debe construir una obra identificable y una personalidad específica que le permita ganar la atención de los medios en un mercado de atención muy saturado, el nuevo trabajador debe llegar a una audiencia de potenciales empleadores y consumidores”, concluye Fernández.
Trabajo de verdad, trabajo de mentira: trabajo al fin y al cabo
En 2018, el antropólogo estadounidense David Graeber publicó Trabajos de mierda (Ariel), su ensayo más celebrado. En él estudiaba la proliferación de puestos “sin propósito” que mantendrían a la población ocupada en tareas que no aportan nada ni a la sociedad, ni a quien las lleva a cabo. En estos casos, el trabajador, en lugar de sentirse orgulloso de su labor, se da cuenta de que lo que ofrece a cambio de su salario no es su habilidad, su ingenio o su fuerza, sino “su disciplina y su sacrificio” y enseguida se siente frustrado o se autoengaña. El libro proporciona muchos ejemplos de profesiones de prestigio presuntamente inútiles (bróker de Bolsa) y de otras no tan valoradas que tampoco tendrían sentido (portero en un edificio), y es un alegato contra un sistema económico cuya burocracia crece a un ritmo más alto que su producción de valor.
Así que el talento, aquella cualidad antiguamente asociada a los artistas, se ha convertido en algo que nadie sabe definir, pero que todo el mundo quiere para sí mismo o para su organización. Y, por otro lado, tanto el sistema económico como las plataformas digitales demandan cada vez más atención dirigida a pequeñas tareas casi inútiles. La suma de los dos fenómenos (talento y atención ininterrumpida) da lugar a la preciada marca personal original, actualizada y reforzada a cada momento. Puede que construirla no llegue a ser un “trabajo de mierda”, pero, sin duda, implicará la realización de decenas de “tareas de ídem”, casi una burocracia de las redes sociales. La cantante Samantha Hudson se lo toma con humor y usa una etiqueta no tan explícita como la de Graeber. Hudson, en muchos episodios de su podcast Bimboficadas, cuenta que buena parte de su interminable jornada laboral consiste en hacer lo que ella llama “trabajos de mentira”, como generar contenido para marcas. Lo cierto es que entre trabajos “de verdad” (como una prueba de sonido horas antes de una actuación) y “de mentira” (como buscar el mejor momento para subir una storie), la diva no para.
Eso sí, no todo el contenido que los artistas comparten con su público a través de canales virtuales es improductivo para ellos o para su público. María Talaverano, cantante de la banda Cariño, uno de los grupos indie con seguidores más activos en redes, aclara que ella “no ve la creación de contenido como un trámite”. “He trabajado y estudiado Marketing Digital, así que me resulta interesante hacer algunas cosas de promo que se salen de lo que hace la mayoría de artistas, que suelen ser la campaña de presave y la de sincronización de labios con la letra del tema. Hay aspectos que creo que sí que dan valor, como enseñar la producción de las canciones, crear contenido educativo…”, detalla la también escritora.
Como tantas personas de su generación, Talaverano siente con frecuencia que “no llega a todo y es agotador”. Pero no lo achaca solo a las demandas de las redes sociales, sino a los enormes esfuerzos que supone tocar en un grupo de éxito (“no es una vida fácil, aunque muchos sueñen con ella, la ruta quema mucho”) y a la aceleración generalizada que se vive en cualquier profesión. Respecto a la creación de contenido, eso sí, se reafirma: “Es cierto que ya no te puedes centrar solo en hacer buenas canciones, pero mucho del contenido que subo me divierte y me entretiene, hace que el proyecto avance”.
Buena parte del contenido que las estrellas suben a las redes tiene sentido: estrecha lazos con su audiencia, que al fin puede comunicarse con ellas, y muestra aspectos de sus vidas o de su profesión que antes pasaban inadvertidos. Si te gusta C. Tangana, te gustará escuchar lo que dice en un restaurante italiano. Además, la promoción es algo que, en mayor o menor medida, siempre ha formado parte de la rutina y de las obligaciones de las figuras del pop. La novedad, entonces, es que hoy se demanda ese nivel de compromiso y exposición a trabajadores de cualquier sector. La Guardia Civil usa TikTok, muchos dentistas graban reels de sus intervenciones, a los transportistas también se les exige estar en LinkedIn y, si eres periodista, más te vale contar con un buen número de seguidores. La competencia es feroz —sostiene el discurso gerencial—, así que seas enfermero o ingeniera de telecomunicaciones, hay que preocuparse de tener una marca personal tan potente como la de las Kardashian.
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