Sin rastro de carne: así era la cena de Nochebuena hasta hace poco en España
El cardo con almendras, la borraja con almejas o el bacalao ajoarriero son algunos de los platos que formaron parte de la celebración del 24 de diciembre hasta el año 1966
Cardos con almendras, borrajas con almejas, col lombarda, manzanate, pan de higos, bacalao con coliflor o al ajoarriero, besugo al horno, sopa de caracoles, alcachofas y berros, tortas de manteca con chocolate… Estos son algunos de los platos que formaron parte de la cena de Nochebuena en España hasta 1966, tras la desaparición de la tradicional Bula de la Santa Cruzada. Menús sin un ápice de carne, pero con recetas que han llegado hasta nuestros días como ejemplo de un modo de comer que se regía por el calendario litúrgico de la Iglesia Católica, la imperativa temporalidad y el ingenio entre fogones.
Muchas veces olvidamos que la cocina tradicional popular casi nunca es el fruto de una mente brillante poniendo su creatividad al servicio del arte culinario. La necesidad, la disponibilidad, el azar y las normas socioculturales —creencias o leyes, mandatos religiosos o laicos— primaban sobre el deseo. El margen para las elecciones particulares dependía, obviamente, del estamento social. Cuanto más alto, más posibilidades existían para sortear la norma pagando la correspondiente bula de carne o cumplirla con mayor holgura. La mayoría de los fieles del Occidente cristiano regían, pues, su alimentación según un calendario con numerosos días de penitencia, abstinencia y ayuno que incluían la vigilia de Navidad. Esto dio pie, al igual que durante la Cuaresma, a un recetario navideño lleno de verduras de invierno, pescado y dulces que son un retablo magnífico del paisaje y el paisanaje de antaño y de esa astucia, compañera del hambre, que es la llama que enciende todos los hogares.
Dice Ángel Muro en El Practicón: Tratado Completo de Cocina que el ayuno es “comer menos de lo acostumbrado, acortar ó reducir la ordinaria ración con arreglo á las prácticas religiosas”, por lo que el autor escribió este tratado de cocina al alcance de todos y aprovechamiento de sobras a sabiendas de que la penitencia —algo bastante común en casi todas las religiones, por otro lado— era habitual y durante esos largos periodos había que apañárselas con “manjares” adecuados a las circunstancias.
En la misma línea de adecuación, el cocinero catalán discípulo de Escoffier, Ignasi Domènech, escribió en 1955 el libro Ayunos y Abstinencias. Cocina de Cuaresma, con especial atención a las navidades (La Navidad en Sicilia, Navidad en París, El jubileo del chocolate), pues a muchas de las señoras de la época les faltaba creatividad para contentar a las familias con ingredientes tan poco apetecibles para aquellas clases medias del momento que aún no habían empezado a devorar marisco traído a las ciudades en modernos camiones frigoríficos. Con el tiempo y un congelador, a partir de los años sesenta toneladas de langostinos llenarían cócteles de crustáceos con salsa rosa, amén de centollas gallegas, ostras, almejas y percebes acompañando a los besugos y los rapes alangostados. Eso sí sería una buena forma de ayunar.
Pero tenía que pasar muchos siglos antes de que el sustituto cárnico por excelencia llegara a las mesas fresco y revalorizado. El propio Ángel Muro a finales del XIX aún consideraba el besugo un pescado más bien ordinario. También en el Manual de Cocina de Ana María Herrera, publicado en 1950, con el patrocinio de la Sección Femenina, aparecen tres recetas de besugo en menús de diario: a la donostiarra, a la española y un besugo al minuto que le sigue a una lombarda a la San Quintín que bien podría ser una cena de Nochebuena. Por lo general, en los recetarios anteriores a la mitad del siglo XX es más frecuente la merluza, el lenguado o el dentón como símbolo de exquisitez y prestigio. En uno de los menús de pescado de Fernando VII en 1822 se sirven, precisamente, estos tres pescados, porque, como bien indica Carmen Simón Palmer en La Cocina de Palacio, la corte costeaba los viajes, “permisos y un camino expedito para poder traer pescado fresco desde los puertos vascos y cántabros”.
En las mesas humildes, sin embargo, predominaba la salazón o el escabeche, las verduras de invierno del territorio y dulces simples y nutritivos que servían, a veces de colación (comida frugal), a veces de resopón, como la salsa de Nadal ibicenca, cuyo origen es el manjar blanco medieval, la intxaursalsa, donde la almendra se sustituye por nueces, las compotas de frutas con vino, cítricos y especias, los mantecados, las sopas canas con todas sus variantes… Porque el caso era no llegar a la Misa del Gallo con el estómago muy lleno y comulgar en esas condiciones tan poco respetuosas. Así, en Navarra, por ejemplo, cuenta Víctor Manuel Sarobe Pueyo en La cocina popular navarra, “el pimiento seco —el de las ristras encendidas de Lodosa, el pimiento choricero— constituía el elemento principal de la cena, en la que se acostumbra tomar la sopa de ajo como primer plato y como ración los pimientos en ella cocidos, aliñados con una borrasca de aceite. En ocasiones, pimientos secos con azúcar, sopa, verdura y manzanate, cardo, besugo asado, ciruelas pasas y orejones, sopas dulces y turrones, y en el Bidasoa, en lugar de cardo, berza, sopas de pan tostadas en el agua de cocer los cardos con huevos escalfados, cardos con almejas, con almendras, y, en la Ribera, sopa de caracoles. Caracoles, por cierto, que en Cantabria son todavía plato navideño. En Cádiz, el historiador Manuel Ruíz Torres recuerda que la colación incluía lechugas, acelgas, calabaza, escarola, cardo, nabos, remolachas o las legumbres, “siempre que no estuvieran condimentadas como un potaje”. Tiempo pues para el cardillo o la tagarnina silvestre en salsa de piñones. Una Navidad de lo más sostenible.
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