Las tendencias más irritantes de los restaurantes modernos
Camareros coleguitas, música a todo volumen, mesas corridas, dobles turnos... muchos restaurantes contemporáneos se han convertido en una pesadilla para el cliente.
Llámalo “in”. Llámalo “cool”. Llámalo “hip”. Utilices la tontada en inglés que utilices, es muy posible que en el restaurante del que estás hablando no abunde la buena comida. Lo que sí encontraremos allí es alguna de las irritantes tendencias que caracterizan los establecimientos modernos, fashionetis y/o con ínfulas en 2018, porque si alguna cosa hacen bien los responsables de este tipo de lugares es imitarse los unos a los otros. ¿O acaso no habéis caído en que, cuanto más enrollado es el local, más se repiten vicios como el exceso de confianza con la clientela por parte de los camareros, las cartas con los mismos platos-topicazo, las chapas del chef, los agobiantes dobles turnos o las “divertidas” mesas corridas? Si no lo habéis notado, benditos vosotros que no pisáis los negocios de hostelería con pretensiones, porque sabéis elegir o simplemente porque os quedáis en casa tan panchos.
Con ayuda de algunos ejemplares del único animal que frecuenta este este tipo de hábitat aunque no le guste -el periodista gastronómico-, hemos elaborado un listado de los tics más cansinos de los restaurantes modernos en la segunda década del siglo XXI. Unos tienen ya unos añitos; otros son de más reciente aparición, pero todos se encuentran en pleno auge para desesperación de las personas que simplemente quieren comer bien con tranquilidad.
Los camareros coleguitas
¿En qué momento la amabilidad de los buenos camareros se confundió con el colegueo? ¿Cuándo se traspasó la vieja frontera marcada por el respeto mutuo, y empezaron a tratarte como si pertenecieras a su grupo de amiguetes? Porque el restaurante modernuqui es, por definición, ese sitio en el que el camarero te recibe con un “¡hola chicos! aunque vayas con tus abuelos octogenarios, se arrodilla a tu lado para tomar nota apoyándose en tu mesa, te dice “os explico cómo funciona esto” y, en el más espeluznante de los casos, te coge con la mano el brazo o el hombro para mostrar su afecto. La simpatía está muy bien. La familiaridad impostada y dulzona de alguien que no te ha visto en su vida, no tanto.
La fiebre por retirar los platos (y los dobles turnos)
Echar cuanto antes al cliente se ha convertido en el objetivo más importante de muchos restaurantes, alérgicos no ya al concepto de “sobremesa”, sino a que el comensal pueda siquiera respirar después de acabarse la comida. ¿Y cuál es la nada sutil manera de meterle prisa para que corra el aire? Retirarle los platos a la velocidad del viento.
“Cuándo en el momento de reserva una cena te piden qué turno prefieres, tiembla”, avisa Josep Sucarrats, director de la revista culinaria Cuina. “Sobre todo si te cuelan la reserva en el primer turno, el de ocho a diez, porque a las 9 ya te meterán prisas con varias estrategias sibilinas. La más chunga, la de retirar los platos de todos los comensales a la vez. Tanto da si te apetecía rebañar pan en esa salsa, o si tenías previsto ingerir esa media cucharada de arroz un milisegundo más tarde, o te apetecía dar de probar a tu colega la última patata frita del plato. ‘¿Ah, todavía no estaba? Disculpe’, nos dice el servicio en el menos malo de los casos. Pero ya nos han puesto el petardo en el culo para que comamos el postre a la velocidad de la luz. ¿He dicho que esto pasa en los restaurantes de dos turnos? Pues en los de un solo turno también pasa, y cada vez más”.
El odiado -aunque hasta cierto punto comprensible en determinados negocios- doble turno suele tener otro efecto indeseado: “O te echan a patadas cuando apenas has empezado el postre”, asegura la editora comidister Mònica Escudero, “o te hacen esperar media hora aunque tengas reserva porque los del primer turno no han terminado. No sé cómo me lo monto, pero siempre estoy en el lado del que pilla”.
Las mesas corridas
Tienen todo el sentido en tabernas y merenderos. Pero su salto a los establecimientos hipsteroides en los que pagas más de 20 euros por cenar resulta más problemático. Está muy bien lo de aprovechar el espacio al máximo, pero convertir tu restaurante en el comedor del barracón de una fábrica no sólo es incómodo, sino que hace imposible tener ninguna privacidad en las conversaciones. Y eso es algo que debería estar entre los mínimos exigibles cuando no te estás tomando una salchicha y una cerveza por 5 euros.
La cartelería de los baños
Periodista y tuitera de hilo fino, Lucía Taboada ha detectado una tendencia que puede parecer intrascendente, pero que dice mucho de las pretensiones de muchos restaurantes de moda (y de lo poco que les importan en el fondo sus clientes): la extravagancia a la hora de señalizar el servicio de señoras y el de señores. “Una pera y una manzana. Un aguacate y una berenjena. Un vaso y una botella. Descubrir cuál es el baño de chico y cuál el de chica es una odisea moderna”.
Las cartas fotocopiadas
Creo que ya he dado la chapa con esto en artículos anteriores, pero insisto porque la repetición de los mismos platos en todas las malditas cartas de los restaurantes se extiende como la niebla maligna en una novela de Stephen King. Y no soy el único que está hasta el kiwi de ver los mismos tartares, las mismas croquetas, los mismos ceviches, las mismas torrijas y los mismos tiramisús servidos en botecitos de cristal allá donde vayas.
“Los restaurantes sin torrija son una especie en peligro de extinción”, asegura Josep Sucarrats. “En serio, que yo nací en Barcelona (me reservo la edad, pero ayer un milennial se refirió a mi —sin intención ofensiva— como ‘gente mayor’) y lo de las torrijas como que casi era un exotismo. Pero hoy en día, la torrija (‘está espectacular, la receta es de la abuela del chef’, apunta siempre el camarero) convive alegremente con el ceviche de corvina y el tartar de atún con aguacate. Y tanto da como se defina el restaurante: tradicional, hipster, bereber o de alta cocina creativa de barrio. Repasar la carta de estos locales es tan aburrido como contemplar la estanteria de detergentes de un súper ruso (de los tiempos de la URSS, digo)”.
Tu música, mi tormento
Mucho se podría hablar -a gritos- de la mala acústica, una desgracia que, según la periodista Raquel Piñeiro, “incomoda e irrita aún más que cuando te cobran 50 céntimos por el cubierto”. Pero así como éste es un síndrome que afecta a locales de todo pelaje, existe un agravante propio de los modernillos que termina de convertir la comida en un simulacro de Guantánamo: la música alta.
Nuestro comentarista de restoranes Jordi Luque describe la experiencia como “lo más parecido a coger un taxi y que lleve la Cope a todo volumen”. “Está bien si quieres escuchar esa emisora, pero por lo general es un peñazo. Recuerdo el caso de un restaurante de Barcelona que ya cerró –¡ups!– y del que por lo tanto no diré el nombre. Era todo naranja. Animados a parecerse a StreetXo ambientaban el local con decibelios de música que invitaban más a meterse emedeemeá que a comer y charlar con el resto de la mesa”.
Lo peor de estos sitios es que están pensados para que no puedas huir del musicón. “Hace relativamente poco, en Madrid, cené en un restaurante digamos que japonés en el que crucé la sala para no estar debajo del altavoz, sólo para descubrir que en el otro extremo de la sala estaba el otro altavoz. Y otros más en cada esquina”.
Las interrupciones sin fin
¿Eres de los que va a un restaurante para comer, charlar tranquilamente con tus amigos, dar las gracias e irte? Tu tiempo se acaba, antigualla. En el local contemporáneo todas esas actividades se ven restringidas por el diálogo obligatorio con los camareros o el cocinero. “Que te pregunten todo el rato si todo está bien me genera una presión enorme”, se queja Mònica Escudero. “Y no sólo por la comida: el ‘¿qué tal está todo, chicos?’ está a la orden del día”. Me sumo al lamento, y doy fe de que he pasado por sitios en los que he respondido “bien” a esa pregunta unas ocho veces mientras iban pasando por mi mente escenas de camareros torturados por diablillos en lo más profundo del infierno.
“Yo siempre pensé que mi tiempo era mío: craso error”, afirma el periodista de Condé Nast Traveller, GQ y Vanity Fair Jesús Terrés. “Eso era así hasta que estalló esta burbuja de la 'alta cocina' (soberana tontería, solo hay buena o mala cocina) y cada chef de cada pequeño restorán de cada rincón de España con ínfulas de Sol Repsol se presenta cual sereno en mi mesa, para a continuación relatarme cómo su imaginación y vete tú a saber qué recuerdo de su infancia (mentira, porque vi el mismo plato en el menú de Quique Dacosta) le llevó a idear esa obra maestra que acaba de plantar en mi mesa y que, por cierto, se está enfriando. Así 15 o 20 veces. De paso aprovechará para contarme el por qué de ese amor desatado y visceral por la cocina (“¡soy todo pasión!”), sus planes de futuro, la maratón que está preparando y esa serie de Netflix que tanto le gusta. El colega”.
Pan de pago
Pagar por el pan con tomate, bueno. Pagar cantidades absurdas por el pan a pelo, no. “Y pagar por pan malísimo”, remata Mònica Escudero, “doble NO”.
El misterio de las raciones menguantes
Miras la carta y dices: anda, qué barato este sitio, ¡está en el centro de una gran ciudad, todo vale menos de 10 euros e incluso hay cosas que rondan los 5! Llegan los platos y uno lleva cuatro calamares fritos; otro, tres trocitos de berenjena, y otro, 100 gramos escasos de bravas chuchurrías. Bienvenidos al timo de las microrraciones, espejismo diseñado por las mentes más lúcidas de la restauración consistente en bajar los precios de los platos a costa de reducir al mínimo las cantidades servidas. Colmo de la ilusión óptica: cuando te lo sirven todo en platos de postre para que parezca más cantidad de comida. Colmo de la desvergüenza: cuando el camarero te dice que las exiguas raciones están pensadas “para compartir”.
¿Conoces alguna tendencia cansina de los restaurantes contemporáneos que no esté en este artículo? ¡Descarga tu furia en los comentarios!
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