En el hogar de Marva Griffin, la venezolana que decoró Milán: “No me gustan las casas perfectitas. Tengo cosas por todas partes, te sientes acompañada”
Mujer clave en el bum del diseño italiano, conoce a sus estrellas como a su propia familia y su influencia sigue siendo palpable en el Salone de Milán
“El otro día un amigo vino a visitarme y me dijo: ‘Marva, esta casa eres tú’. Y es verdad, porque está llena de cosas y de color. No me gustan las casas decoradas perfectitas. Anoche estuve cenando en casa de un decorador, la tiene llena de objetos, y eso me reconforta. Yo tengo cosas por todas partes, en la cocina, hasta en el baño. Te sientes acompañada”.
La venezolana Marva Griffin Wilshire describe así el apartamento en la linde del barrio milanés de Brera donde vive hace 14 años. Es una vivienda amplia en un edificio decimonónico donde conviven libros, obras de arte y muebles de distintas épocas, mezclados en feliz promiscuidad, tal y como ha querido que los fotografíe Stefan Giftthaler, sin estilismo ni producción previa.
Algunos objetos acaban de salir de la caja y otros, como un sofá de Molteni&C de Luca Meda, ha pasado ya por varias casas –y otros tantos retapizados–. En efecto, es una casa que se le parece, porque a través de la mujer y la vivienda se puede trazar medio siglo de diseño italiano. Hace 50 años que esta venezolana llegó a Milán y hoy, como directora de comunicación internacional de Salone del Mobile. Milano, la feria de mobiliario más importante del mundo, Griffin es, para varias generaciones de diseñadores, Marva a secas, alguien sin cuya presencia no se entiende el presente del diseño europeo.
Llegó a Italia, “como muchos latinoamericanos, atraída por el mito de la vieja Europa”. Su primer destino fue Perugia, para aprender italiano. “Mi intención era irme después a Roma, pero alguien que me conocía me recomendó Milán. Me dijo que era una ciudad que encajaba con mi carácter”. Dicho y hecho: tras un impasse en Caracas, se mudó a Milán. Nada más llegar contestó a dos anuncios por palabras del Corriere della Sera. Uno de ellos era para trabajar en C&B, la firma de mobiliario que en los setenta revolucionó el mercado con sus innovadores asientos de poliestireno expandido y sus proyectos iconoclastas.
Griffin no era diseñadora, pero sí una comunicadora formidable y cosmopolita, una conversadora generosa que trata con la misma familiaridad a gurús consagrados y a recién licenciados. Posiblemente por eso logró pasar el exigente proceso de selección que la convirtió en asistente de Piero Busnelli, que había fundado la compañía junto a Cesare Cassina en una aventura empresarial que duró hasta 1973, cuando la compañía se dividió en B&B Italia y Cassina, dos firmas cuyos catálogos servirían para explicar buena parte del diseño italiano del último medio siglo.
“Cuando me contrataron, el director de personal me pidió disculpas por haberme hecho tantas preguntas, pero Piero Busnelli era una persona muy especial. El primer día me llevó a su oficina y me indicó el despacho de al lado. ‘Esta debería ser su oficina’, me dijo, ‘pero quiero que usted trabaje en este escritorio, enfrente del mío, porque por aquí pasan todos los arquitectos, y yo quiero que usted oiga todo y se empape de todo, porque luego tendrá que traducirlo y comunicarlo’. Aquella experiencia fue una universidad del diseño”.
Cuenta Griffin que aquella industria floreciente era algo nuevo para ella, aunque no carecía de ciertas referencias. “Se respiraba una energía muy especial, porque eran los años de oro del diseño italiano que había empezado en los cincuenta”, recuerda. “El líder era Gio Ponti, con el que yo ya estaba familiarizada, porque en Venezuela había hecho casas importantes como Villa Planchart”, explica en alusión al arquitecto y diseñador que, a base de ligereza, geometría y un sentido lúdico de lo decorativo, marcó el midcentury italiano.
Pero los creadores que desfilaban por el despacho de Busnelli pertenecían a una generación más joven y transgresora: Gaetano Pesce, Tobia y Afra Scarpa, Richard Sapper o Mario Bellini, el gran provocador de la época, del que recuerda dos hitos. Uno, el lanzamiento en 1972 de Le Bambole, una colección de mullidas butacas cuya campaña marcó un antes y un después en el sector. “Oliviero [Toscani] trajo a esta modelo increíble, Donna Jordan, vestida solo con un pantalón vaquero, un cinturón rojo, un cóctel en la mano y los senos descubiertos. Fueron años maravillosos”.
También acompañó a Bellini, Pesce y otros diseñadores a Italy: The New Domestic Landscape, la exposición celebrada aquel año en el MoMA que marcó la consagración del mobiliario italiano más radical que se recuerda: Mario Bellini expuso su Kar-A-Sutra, un provocativo coche vivienda con connotaciones sexuales, y Gaetano Pesce imaginó un yacimiento arqueológico apoca-líptico. “Aquello fue el despegue del design italiano en el mundo, porque lo vieron miles de personas. En aquel momento el MoMA era para mí como un templo”. Hace 20 años volvió a esta institución neoyorquina, pero como integrante de su comité de arquitectura y diseño.
En C&B montó la oficina de prensa en un momento en que pocas empresas tenían algo así. Griffin, que había viajado a Italia para aprender el idioma, se sorprendió lidiando a diario con jefes que hablaban entre ellos en brianzolo –el dialecto de Brianza, la región al norte de Milán donde se concentran las empresas de mobiliario– y viajando con ellos a Japón o Australia. En plena pujanza, la empresa acometió la construcción de unas nuevas oficinas que encargaron a un joven arquitecto que todavía no había construido ningún proyecto de alcance.
“Renzo Piano tenía 32 o 33 años, y venía una vez a la semana a mostrarnos el proyecto. En una de aquellas ocasiones nos enteramos de que le habían seleccionado para hacer Beaubourg, el Centro Pompidou de París, junto a Richard Rogers. Recuerdo que aquel día el señor Busnelli tenía que ir al dentista y me pidió que llevara a Renzo directamente al restaurante donde debían verse. Cuando estábamos allí, Busnelli entró por la puerta gritando ‘Architetto! Complimenti, complimenti!’. Pero al acercarse a la mesa le dijo: ‘bueno, complimenti, pero espero que nuestra pequeña oficina no le sirva como campo de pruebas para su gran Beaubourg’. Renzo se puso rojo como un tomate, pero lo cierto es que si ves las oficinas, son un piccolo Beaubourg. De hecho, hasta que Antonio Citterio las pintó de gris, las instalaciones estaban en rojo, amarillo y azul”. Las autoridades francesas han sido más fieles al proyecto original: hoy, su icónico museo, que cambió para siempre el centro de París, sigue atravesado por tuberías azules y una escalera roja”.
En los años siguientes, Griffin trabajó como corresponsal de las revistas de interiorismo del gigante editorial Condé Nast y organizó exposiciones y muestras comerciales de tejidos en el Palazzo Grassi de Venecia. En 1988 llegó al Salone del Mobile, para hacerse cargo de la prensa internacional de este evento que, como cuenta, cada año atrae a 400.000 visitantes y a 5.000 periodistas, 3.000 de ellos extranjeros. El próximo año se celebrará en abril con la dirección de Maria Porro, la joven profesional que ha dado el relevo a Manlio Armellini, que presidió la feria milanesa durante décadas.
Traerá una nueva edición de Salone Satellite, la sección de jóvenes diseñadores que Griffin fundó en 1998 para responder a una demanda creciente. “En aquella época los recién graduados enviaban fotocopias de sus proyectos a las empresas, pero terminaban en la basura, porque los fabricantes estaban acostumbrados a trabajar con nombres conocidos. Existía el fuorisalone, y los jóvenes que podían permitírselo presentaban en galerías, pero tampoco lograban su objetivo porque los fabricantes no acudían: se pasaban el día en la feria y por la noche tenían cenas con clientes”.
Su idea fue plantear esta sección paralela que, para varias generaciones de diseñadores, ha significado su entrada en el sector. Menciona nombres como Oki Sato, fundador de Nendo Design Studio, Lorenzo Damiani, el venezolano afincado en Nueva York Rodolfo Agrela o los alemanes Sebastian Herkner y Stefan Diez. Desde el principio los participantes empezaron a regalarle espontáneamente piezas. “Les dije que no tenía espacio, pero insistieron, así que empecé a almacenarlos para hacer la colección permanente del Salone Satellite”.
Los objetos que pueblan su casa están ligados a recuerdos concretos. “Adoro los espejos, y la primera pieza que compré fue el espejo ovalado de Man Ray, donde está escrita la frase Les Grands Trans-Parents. Me dejó fascinada. Lleva cuatro mudanzas”. Entre los muebles, la butaca Vanity Fair de Poltrona Frau tapizada en piel rosa –“siempre he imaginado esta pieza como una señora, y me divertía tapizarla así”– y piezas de Gray, Starck, Fornasetti, Mendini o Sapper. Una feliz amalgama de medio siglo de diseño que ella ha vivido en primera línea desde 1970, y que retrata su idilio con una ciudad de la que no se cansa.
“Siempre digo que Milán es la ciudad escondida. Cada día sigo descubriendo cosas interesantes”, remata con cierta humildad, porque si Milán es hoy una ciudad tan interesante, Marva Griffin tiene buena parte de la culpa.
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