No somos tan importantes como nos creemos
En la infancia todos somos narcisistas, escriben Natalia Carrillo y Pau Luque, y de ahí la sensación de ser el centro. El hipocondríaco moral, un tipo de narcisista, confunde sentir que actúa mal con actuar mal
En El corazón del hombre (1964), Erich Fromm dedica un capítulo al narcisismo, cuyo descubrimiento, al menos como fenómeno psíquico digno de ser teorizado, atribuye a Freud. Un ejemplo relativamente interesante de narcisismo es el de la hipocondría fisiológica. Una persona hipocondríaca es alguien que interpreta cualquier cambio percibido o imaginado en su cuerpo como un síntoma de enfermedad (por lo general, se trata de una enfermedad grave; si no, ¿qué gracia tendría ser hipocondríaco?).
El concepto de narcisismo nos permite explicar una serie de aspectos psíquicos y es una de las grandes contribuciones del psicoanálisis. El concepto primero se usa para describir la manera en que los niños y niñas pequeños se insertan en el mundo antes de que puedan darse cuenta de que ellos no son el mundo, sino que están en él. En un origen, los bebés no perciben la frontera entre sí mismos y el entorno. Al estado inicial, en que el bebé piensa que es el mundo, Freud lo llamó narcisismo primario. Conforme van desarrollando la capacidad de controlar su cuerpo, aunque no otros objetos, comienza un lento proceso de varios años en que ese narcisismo es apaleado por constantes frustraciones, hasta que la niña o niño logra dejar a un lado el narcisismo primario y aprende a relacionarse con lo otro como objetos externos. De ese narcisismo primario conservamos, en algún grado, la sensación de ser el centro. Dependiendo de qué tanto se retenga de ese narcisismo, las personas desarrollamos, en mayor o menor medida, ciertas capacidades. La capacidad de ser empático, por ejemplo, está bastante alejada del narcisismo, porque requiere entender que hay un objeto (otra persona) que tiene una vida psíquica independiente de la nuestra y siente y percibe cosas diferentes de las que nosotros sentimos y percibimos.
Pero no podemos deshacernos del todo del hecho de que percibimos el mundo desde cierto lugar. Siempre tenemos una perspectiva, y tendemos a apreciar lo particular y especial de esa perspectiva. Nos enamoramos, por así decir, de nuestra perspectiva porque es nuestra. Irracionalmente preferimos nuestra miseria a la del otro, nuestros propios pedos no nos disgustan, pero aborrecemos los de los demás —como bien sabía Ferlosio al describir el nacionalismo como “la moral del pedo”—. Actuar como si nuestro punto de vista fuera especial, deseable, es un rasgo que puede ser entendido como un remanente del narcisismo primario.
A veces percibimos un color para luego reconocer que la luz nos lo hacía ver de un tono que no es. En ocasiones sentimos que alguien es arrogante, pero esa sensación puede no ser más que una proyección de nuestra vida psíquica. Ese puede ser el caso, también, de algunos enfermos mentales graves. Para la persona con trastorno paranoide, su sentimiento de persecución indica que en efecto hay alguien tras de ella. No concibe la posibilidad de que sienta que le persigan sin que haya alguien que le persiga. Fromm llamó a eso un narcisismo absoluto. En un extremo, entonces, tenemos la totalidad del narcisismo primario del niño y el narcisismo absoluto de la persona enferma. En el primer caso, el narcisismo forma parte de una etapa del desarrollo, en el segundo es una degeneración provocada por algún tipo de desequilibrio. Pero en ambos casos hay una falta de diferenciación entre la vida interna y el mundo externo. El mundo soy yo.
En el otro extremo estarían quienes logran entender que no hay absolutamente nada especial en su punto de vista. Quizás a semejante estado mental aspiran algunas religiones budistas cuando persiguen la disolución del ego. Sin embargo, la mayoría de nosotros retenemos un cierto grado de narcisismo que, según Fromm, tiene una función evolutiva: ¿por qué lucharía por mi subsistencia si mi yo fuera del todo irrelevante? Un nivel adaptativo de narcisismo nos da razones para querer subsistir, cada uno, en su individualidad. Hay, por tanto, un espectro de narcisismos no patológicos (unos son más funcionales que otros, unos son más abarcadores que otros), y dentro de ese espectro nos encontramos la mayor parte de las personas. Todos creemos que, de un modo u otro, somos especiales, aunque eso no nos convierte en narcisistas patológicos.
La deriva patológica del narcisismo empieza cuando uno pierde la capacidad de distinguir entre el punto de vista de uno y la realidad. Pensar en uno mismo, procurarse, incluso ser ocasionalmente egoísta, no es suficiente para acusar a una persona de narcisismo patológico. El narcisismo patológico es dejar de ver lo otro, dejar de estar interesado en el mundo en el sentido de dejar de reconocer que uno está en un mundo que es independiente de lo que uno piense y sienta acerca de él.
Así las cosas, Fromm explicaba la hipocondría en términos narcisistas. El hipocondríaco ha perdido en cierta medida la capacidad de distinguir entre su vida interna y la realidad: siente que está enfermo y eso es suficiente para creer que lo está. Ni el médico puede disuadirlo. El hipocondríaco está centrado en sí mismo y toma su punto de vista como la realidad. El hipocondríaco moral también está en un estado narcisista patológico. Solo que esta vez es su salud social, por decirlo de algún modo, lo que estaría en juego. El hipocondríaco moral tiene dos rasgos narcisistas mezclados: pensar que es más importante de lo que realmente es, por un lado, y no poder distinguir entre sentir que ha actuado mal y haber actuado de hecho mal, por el otro. El hipocondríaco moral siente indignación acerca de algún acontecimiento sin que eso implique que en efecto se haya cometido una injusticia; más bien es, de nuevo, una proyección de su propia vida psíquica. Estos rasgos muestran que la persona tiene dificultades para distinguir entre su punto de vista y la realidad.
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