Contra el ‘sadoturismo’ con animales y la idea romántica de la naturaleza “salvaje”
¿Es nuestra recreación poética de experiencias cautivadoras en el campo beneficiosa para el resto de especies? La pensadora Martha Nussbaum cree que no
La fascinación por la idea de una naturaleza “salvaje” radica en lo más hondo del pensamiento del movimiento ecologista moderno. Es una noción ciertamente cautivadora, pero también, en mi opinión, muy engañosa. Para avanzar respecto a nuestra situación actual, es preciso que entendamos bien los orígenes culturales de ese concepto y la función que supuestamente debía cumplir según sus propios valedores.
La idea romántica de la naturaleza se puede resumir en unas poca...
La fascinación por la idea de una naturaleza “salvaje” radica en lo más hondo del pensamiento del movimiento ecologista moderno. Es una noción ciertamente cautivadora, pero también, en mi opinión, muy engañosa. Para avanzar respecto a nuestra situación actual, es preciso que entendamos bien los orígenes culturales de ese concepto y la función que supuestamente debía cumplir según sus propios valedores.
La idea romántica de la naturaleza se puede resumir en unas pocas frases: la sociedad humana está estancada y es predecible y decadente. Carece de fuentes de energía y renovación poderosas. Las personas están alienadas unas de otras, pero también de sí mismas. La revolución industrial ha transformado las ciudades en espacios sucios que, con desoladora frecuencia, aplastan el espíritu humano (véase la figura poética de Las oscuras fábricas satánicas, del poeta William Blake).
Existen, sin embargo, otros lugares —en las montañas, en los mares, incluso en el “salvaje viento del oeste”— que auguran algo más auténtico, más profundo; algo sublime que no ha sido corrompido, un tipo de energía vital que puede restablecernos, porque es el correlato de nuestras más hondas profundidades. Los otros animales son una parte importante de ese espíritu “salvaje”, de la energía misteriosa y vital de la naturaleza. (Pensemos, por ejemplo, en el “tigre, tigre, fuego deslumbrante”, también de Blake). El escenario romántico típico es un paseo solitario por la naturaleza salvaje: Chateaubriand visitando las cataratas del Niágara (aunque nunca estuviera allí en realidad); las Ensoñaciones del paseante solitario, de Rousseau; el Werther de Goethe entregándose al abrazo de los vientos; Shelley imaginándose incluso que él mismo es el viento; el deambular sin compañía de Wordsworth que termina en una serena epifanía de dorados narcisos; Henry David Thoreau encariñándose con el bosque que rodea el estanque de Walden. La naturaleza “salvaje” nos invita a sentir profundas emociones de admiración y asombro, y a renovarnos a través de ellas.
¿Nos ayuda en algún sentido toda esta constelación de emociones a plantear adecuadamente nuestro trato a los otros animales? Yo creo que no. La idea romántica de “lo salvaje” nació de preocupaciones humanas relativas, sobre todo, a la vida urbana e industrial. Bajo esa concepción, la naturaleza cumple supuestamente cierta función para nosotros, pero esa idea poco tiene que ver con lo que deberíamos hacer por la naturaleza propiamente dicha y por los otros animales. El narcisismo de ese concepto se hace muchas veces explícito en detalles como el uso constante del “yo” en los poemas de Shelley, o en estos versos finales de Wordsworth: “Pues, a menudo, cuando en mi diván reposo / con ánimo ocioso o pensativo, / deslumbran con su destello ese ojo interior / que alboroza la soledad, / y mi alma de deleite entonces se llena / y danza con los narcisos”. También El tigre, de Blake, es claramente un símbolo de algo presente en la psique humana, pero el poema nada nos dice acerca de cómo querría el autor que tratáramos a los tigres de verdad.
Muchos románticos decimonónicos pensaban incluso que los campesinos y otras personas pobres formaban parte de la naturaleza (o estaban más próximos a esta) y debían permanecer así, en su pobreza rural, y no venir a la ciudad ni educarse. El Levin de Tolstói encuentra la paz cuando renuncia a su sofisticación urbana y se integra en la vida laboral natural de los campesinos. (¿Qué habrían pensado de semejante pretensión los aldeanos reales?). Thomas Hardy hizo sangre de esa ficción en su Jude el oscuro, donde mostró las terribles consecuencias de esa idea para los pobres inteligentes y con aspiraciones; pero, aun así, la ficción perduró. E. M. Forster todavía creía en ella cuando, en su Howards End, representó a Leonard Bast como un personaje que estaba mejor en el campo tras haber cometido el error de trasladarse a Londres para tratar de formarse. Sustituyamos a los campesinos por los otros animales y verán lo que quiero decir: “¡Oh, pobres animales, tan inferiores a nosotros, pero míralos qué vivos y qué fuertes se los ve!; ¡ojalá pudiéramos compartir su mundo de violencia y escasez durante una excursioncita de cinco días (manteniendo siempre una prudencial distancia)! Lógicamente, ni se nos pasaría por la cabeza llevar una vida así, como la de ellos, pero sí podemos sentir su escalofrío si mantenemos un breve contacto con ella, lo suficiente para sentirnos más vivos”. (De hecho, exactamente así piensan muchas personas aficionadas a los ecosafaris.)
Esta fascinación por la naturaleza en su apogeo nacióde preocupaciones humanas relativas a la vida urbana e industrial
No se puede decir que la ficción romántica fuese propiedad exclusiva de la Europa y la Norteamérica recién industrializadas por aquel entonces. Otras sociedades han tenido sus propias variantes de esa idea de la pureza, la energía y la virtud “naturales”. Así lo podemos apreciar, por ejemplo, en las obsesiones de la Roma antigua por la ganadería y la agricultura como fuentes de renovación, o en la idea de Gandhi de que la pobreza rural contribuiría a restituir la virtud natural del pueblo indio (tejiéndose su propia ropa, etcétera). Es como si mucha gente, en muchos lugares, tuviera la necesidad de creer que su sofisticación urbana es mala y que serían mejores y más felices si se integraran de algún modo en la naturaleza “salvaje”. Pero, por lo general, esa “integración” es bastante ficticia, como cuando Chateaubriand describió un lugar que ni siquiera se había molestado en visitar, o como en la inmensa sofisticación con la que los poetas románticos se reclamaban anhelantes de la simplicidad rural. Y no niego que todo eso sea buena poesía, pero lo que quiero decir es que se trata de una idea de los seres humanos referida a ellos mismos, y no a la naturaleza, ni a los animales, ni a lo que estos requieren de nosotros. Y la admiración introducida en esa sublimación romántica tiene un claro carácter egocéntrico; desde luego, no es la clase de admiración de la que hablo aquí, esa admiración que hace que nos orientemos realmente hacia fuera.
Algo bueno ha salido de la idea romántica de la naturaleza, al menos. Esas personas, guiadas por el deseo de cierto tipo de experiencia, lucharon por la conservación de lugares que entendían que podían ofrecérsela. El Sierra Club y buena parte del conservacionismo estadounidense tuvieron esos orígenes, igual que otros movimientos ecologistas en otras partes del mundo.
Hoy es habitual que mucha gente encuentre una revivificación física y espiritual en los lugares “naturales”, y los países donde se han conservado ofrecen a los visitantes un bien genuino que se ha perdido en otros, pero es un bien que, en la mayoría de los casos, ha sido fruto de una casualidad, pues se hizo pensando en “nosotros”, no en “ellos”. Y también hay mucho “mal” asociado a él, en forma, por ejemplo, de exaltación de la caza mayor, la ballenera o la pesca, o de ese abominable “espectáculo escénico” actual que podríamos llamar sadoturismo, en el que algunas personas pagan mucho dinero por ver cómo unos animales despedazan a otros, al más puro estilo de los juegos gladiatorios entre esclavos cautivos y leones de la lejana Antigüedad.
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