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La pugna comercial de EE UU y China apunta a una nueva guerra fría

Pekín cree que los aranceles son una excusa de Washington para impedir su ascenso global

Donald Trump y Xi Jinping, durante su encuentro en Pekín el pasado noviembre. En vídeo, declaraciones de Mike Pompeo, secretario de Estado de EE UU, y de un analista sobre la guerra comercial.Vídeo: ARTYOM IVANOV (TASS) / REUTERS-QUALITY
Macarena Vidal Liy

Jack Ma, el fundador del gigante del comercio electrónico Alibaba, ya no creará un millón de empleos en EE UU, como había prometido hace un año. “El compromiso se hizo bajo la premisa de una asociación amistosa entre Estados Unidos y China, y unas relaciones comerciales racionales”, ha declarado esta semana el magnate a la agencia Xinhua, pero “la situación ya no es la misma”.

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No, efectivamente. Tras dedicar un año a tratar de cortejar al presidente de EE UU, Donald Trump, China ha llegado a la conclusión de que los roces -o los choques- en la relación bilateral más importante del mundo van más allá de los meros desacuerdos sobre prácticas comerciales. El tono entre los dos es cada vez más áspero. Este mismo fin de semana, Pekín cancelaba sus conversaciones militares y convocaba al embajador de EE UU, Terry Branstad, después de que Washington impusiera sanciones por la compra china de material militar ruso.

Ambas potencias se encuentran inmersas en una guerra comercial que esta semana ha vuelto a escalar. Tras haber impuesto aranceles sobre 60.000 millones de dólares en importaciones chinas, Trump ha dado órdenes a su Administración esta semana para aplicar más tasas sobre otros 200.000 millones, y amenaza con gravar también 267.000 millones más. El Gobierno de Xi Jinping ha replicado con sus propios impuestos a productos estadounidenses, por valor de 60.000 millones en esta última ronda, y ha rechazado acudir a las conversaciones que el Gobierno de EE UU había propuesto para esta semana en Washington. En opinión del centro de estudios alemán MERICS, la disputa ha entrado ya en “niveles peligrosos”.

Esta misma semana, Trump volvía a insistir en que “ha llegado el momento de hacer frente a China” para que este país consienta en una balanza comercial más equilibrada, abra sus mercados y garantice el respeto a la propiedad intelectual. “No nos queda otra opción. Ha sido mucho tiempo. Nos están perjudicando”, ha declarado a la cadena de televisión Fox.

A corto plazo, esas medidas no van a causar un daño irreparable a China. JP Morgan Chase calcula el impacto en un 0,6% del PIB de la segunda economía mundial. El Consejo de Estado -el Ejecutivo chino- ha aprobado medidas para ayudar a las empresas que se vean en dificultades, desde un recorte en los costes de aduanas hasta más facilidades de financiación para las pequeñas empresas exportadoras.

“La idea de que China es un país dependiente de su comercio exterior está un poco anticuada; su mercado interno representa una proporción cada vez mayor de su crecimiento. También es ahora menos dependiente de sus ventas a Estados Unidos, comercia mucho más con los países del Indo-Pacífico”, apunta por teléfono desde Sydney Hervé Lemahieu, del Lowy Institute australiano y director del proyecto Asia Power Index, que mide el poderío real de los países en la región de Asia Pacífico.

A largo plazo, si la disputa continúa agravándose y se intensifican los intentos de la Administración de Trump por dejar a China de lado en la economía mundial, las consecuencias pueden ser mucho más serias. “La integración económica ha actuado de contrapeso a la tensión militar”, explica Lemahieu. Eliminado ese contrapeso, el equilibrio se rompe y crece el riesgo de una escalada militar.

En Pekín, declaraciones como las de Trump alientan entre los funcionarios del Gobierno la visión de que la guerra comercial forma parte de una estrategia más amplia de su competidor para bloquear su ascenso en el escenario mundial; y de que China se ha hecho demasiado dependiente de la tecnología y los productos estadounidenses.

Las dos potencias ya rivalizan desde hace tiempo en áreas desde la tecnología al control del mar del Sur de China, y la desconfianza mutua va en ascenso. Estados Unidos ha calificado de “rival estratégico” al país asiático en su última evaluación de seguridad nacional; ha aprobado legislación para vetar las inversiones chinas en el sector tecnológico; ha intensificado sus gestos a Taiwán, que China considera parte de su territorio. Este mismo viernes, ha impuesto sanciones contra un departamento del Ministerio de Defensa chino por su compra de misiles y cazas a Moscú, alegando que viola sus sanciones contra Rusia. No es algo que se ciña únicamente a la Casa Blanca: el sentimiento de agravio hacia lo que se consideran políticas abusivas de China se extiende por todo el espectro político de EE UU. Europa y Japón comparten también muchas de las mismas reservas, aunque difieren en el modo de atajarlas.

Por su parte Pekín, que durante años siguió el consejo de Deng Xiaoping de “ser paciente y esconder la fuerza” pero que bajo Xi Jinping aspira a un orden mundial que refleje mejor sus intereses, no piensa aceptar las exigencias de Washington. A sus ojos, supondría una humillación y pondría en peligro el papel protagonista en el tablero global que considera su derecho histórico.

Sí se prepara, en cambio, para lo que puede ser un profundo cambio en su relación con Estados Unidos. Un cambio que algunos en Pekín han llegado a calificar de “nueva guerra fría”, aunque la situación es hoy muy distinta de la que enfrentó a Washington y la antigua Unión Soviética. Las economías de las dos potencias actuales están demasiado imbricadas y los dos países mantienen muchos más lazos; el mundo no está dividido en dos bloques; la rivalidad militar de ambos se ha ceñido solo a la región de Asia Pacífico.

“Al calificar Estados Unidos a China como rival estratégico, las relaciones entre EE UU y China van a afrontar un cambio estructural profundo”, escribía el mes pasado el alto asesor gubernamental Long Guoqiang en un comentario de gran repercusión en el Diario del Pueblo, el periódico del Partido Comunista de China. “Como las dos principales potencias, es normal que China y EE UU. mantengan tanto cooperación como competición… Debemos dejarnos de ilusiones sobre la guerra [comercial], pero también tenemos que mantenernos racionales y trabajar duro para mantener la estabilidad general”.

En parte por el deterioro de su relación con Estados Unidos, China ha intensificado sus intentos de tender puentes hacia otros países. La relación con Rusia se ha profundizado. Su red de relaciones económicas en África recibió un espaldarazo a principios de septiembre al prometer nueva financiación por 60.000 millones de dólares. Está previsto que este octubre viaje a la capital china el primer ministro de Japón, Shinzo Abe, al que Xi otorgó un recibimiento gélido hace cuatro años, en su última visita. China, opina Lemahieu, “intenta mantener tantos socios como pueda”.

Es improbable que la situación mejore en los próximos meses. Pero el próximo punto de inflexión puede llegar en noviembre. Tras las elecciones al Congreso en EE UU, y una cumbre del G20 en Argentina en la que Trump y Xi se verán las caras, quizá el panorama pueda ser distinto.

¿En la crisis, una oportunidad?

M.V.L

Pero, incluso en China, el pensamiento no es unívoco. Algunos analistas ven en la presión de EE UU una oportunidad para poner en marcha -discretamente, lejos de los focos- reformas que Pekín misma ha dicho que necesita y que se encuentran en el programa de Xi, aunque el presidente no ha llegado a ponerlas en marcha.

“La situación se ha convertido en algo guiado por las emociones, la necesidad de salvar la cara, y parece que no haya manera de apearse del carro”, afirma el analista Hu Xindou. Pero Pekín -aduce- podría “cambiar en la dirección que pide EE UU por debajo de la mesa. De hecho, el primer ministro, Li Keqiang, ha destacado constantemente en conferencias la necesidad de reducir la intervención en la microeconomía”.

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Sobre la firma

Macarena Vidal Liy
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Previamente, trabajó en la corresponsalía del periódico en Asia, en la delegación de EFE en Pekín, cubriendo la Casa Blanca y en el Reino Unido. Siguió como enviada especial conflictos en Bosnia-Herzegovina y Oriente Medio. Licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid.

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