Maiduguri, la ciudad atrincherada contra Boko Haram
Los habitantes de esta localidad al noreste de Nigeria se han acostumbrado a vivir desde hace más 10 años bajo la amenaza permanente de la violencia
Maiduguri, la capital del Estado de Borno, al noreste de Nigeria, es una ciudad amenazada. También la obsesión de los yihadistas de Boko Haram, que acechan afuera. Durante largos periodos de la década pasada, esta banda terrorista hizo explotar bombas, casi a diario, contra escuelas, mercados, iglesias, comisarías y cuarteles. El Ejército ha contabilizado más de 600 ataques suicidas, en la mayoría de los casos perpetrados por mujeres. El último atentado con coche bomba ocurrió en julio de 2018. Ahora, la seguridad de esta polvorienta localidad de más de dos millones de habitantes depende de una trinchera que la rodea completamente y que se puede ver desde la ventanilla del avión. El Ejército la vigila día y noche.
Es difícil y arriesgado entrar o salir de la ciudad. Boko Haram y también el llamado Estado Islámico de la provincia de África del Oeste (Iswap, por sus siglas en inglés) copian la estrategia de las “pescas milagrosas” de las FARC colombianas: se disfrazan de militares y montan falsos controles en puntos estratégicos de las carreteras. Separan a los pasajeros musulmanes de los cristianos. A los primeros les permiten seguir su camino y a los segundos les trasladan a sus guaridas del bosque de Sambisa o del lago Chad, a 200 kilómetros de Maiduguri. Al cabo de semanas o meses de cautiverio, los yihadistas cuelgan un vídeo en Internet con los reos, arrodillados y uniformados con un mono rojo, y sus verdugos de pie a sus espaldas. Los terroristas recitan un versículo del Corán y les descerrajan dos tiros en la nuca.
Por eso, la compañía de transportes de Maiduguri, la Borno Express, languidece cada vez con menos clientes. “Hace 10 años teníamos un movimiento diario de 45 hummers (una marca de vehículos todoterreno). En la lista de esta semana he tenido sólo unos 20 al día”, se lamenta Saminu Alhaji, gerente de la estación. “La carretera a Abuja está en muy mal estado. Los hummers tienen que ir muy despacio y son presa fácil de los terroristas. Si el Gobierno quiere solucionar el conflicto tiene que mejorar las carreteras”, se queja un pasajero desde la ventanilla de un minibús, a punto de emprender viaje a Abuja.
NÍGER
CHAD
Lago Chad
NIGERIA
Estado
de Borno
Yamena
Bosque de
Sambisa
NIGERIA
Maiduguri
Chibok
CAMERÚN
100 km
EL PAÍS
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Mientras, en la ciudad, un retén de soldados vigila la trinchera salvadora, que serpentea por una extensa planicie, sin apenas vegetación. Están tranquilos. Saben que durante el día el enemigo no da la cara. Pero al ponerse el sol los terroristas atacan casi a diario el foso con morteros, lanzagranadas o Kaláshnikov. Las detonaciones se oyen con nitidez desde cualquier punto de la ciudad.
Los habitantes de Maiduguri se han acostumbrado a sobrevivir en esta violencia. La mayoría sabe cuándo empezó todo: el 30 de julio de 2009, cuando el Ejército nigeriano ejecutó a Mohammed Yusuf, un imán que predicaba su propia versión del salafismo en una mezquita del populoso barrio de State Locust. Sus sermones incendiarios y repetitivos contra “la educación occidental” convencieron a miles de seguidores. Para ridiculizarles, sus detractores les llamaron Boko Haram, algo así como prohibir la educación occidental.
La ejecución de Yusuf le convirtió en un mártir. Un hombre de su confianza, Abubakar Shekau, se puso al frente del movimiento al que llamó “Personas comprometidas con la enseñanza del profeta para la yihad” (JAD) aunque todos en Maiduguri les llaman simplemente los bokos.
La primera mitad de la década pasada, Maiduguri fue escenario de una contienda cuerpo a cuerpo, casa a casa, barrio a barrio, entre insurgentes y militares. En 2014, el Ejército consiguió expulsar a los bokos de la ciudad y desde entonces se han hecho fuertes en el tupido bosque de Sambisa, con una extensión similar a la de Bélgica, a caballo entre Nigeria y Camerún. Pero desde allí siguen amenazando Maiduguri.
Para luchar contra ellos, desde la década pasada, el ejército nigeriano impuso la estrategia de tierra quemada: ordenó el desalojo de las aldeas del norte del Estado de Borno y del bosque de Sambisa. Todo aquel que no se fuera pasaba a convertirse en simpatizante de la insurgencia. Esto, unido a los ataques terroristas contra las poblaciones rurales, abarrotó los campamentos de desplazados.
Solo en Maiduguri hay 109 campamentos de desplazados que acogen a más de 300.000 personas. Que pronto serán más, porque el goteo de nuevos es continuo. Una de las recién llegadas, Yagana Zannah, prepara arroz blanco en un hornillo de carbón. “Abandonamos nuestra aldea de Gajigana al tercer ataque de Boko Haram. Nuestra familia buscó refugio en el acuartelamiento militar, pero los insurgentes lo atacaron. Los militares no podían defendernos y hui con mi hijo pequeño en brazos”, recuerda. En el campamento hay escuelas vigiladas por guardias con machetes, que las protegen de posibles bokos infiltrados que traten de atacar a los alumnos y profesores. Su obsesión sigue siendo la enseñanza occidental.
Hay organizaciones humanitarias con sede en Maiduguri que llevan años denunciando la violación de los derechos humanos por ambos bandos. M. I. es un activista local y no da su nombre completo por razones de seguridad. La entrevista se celebra en un coche, protegidos en el intenso tráfico de la ciudad. “Los centros de detención militares están saturados, sin comida decente ni agua ni ventilación. La gente sufre. La investigación militar se prolonga a veces un año o dos o más. Hay torturas. Mucha gente muere en los cuarteles. Para deshacerse de los cadáveres, los militares los llevan a la morgue del hospital de Mutuary para que sean los sanitarios los que se encarguen de enterrar los cuerpos sin identificar”, explica el activista.
“Ha habido días de sepultar 300 y 400 cuerpos o restos desmembrados en bolsas negras de plástico”, afirma un portavoz del Alto Mando del Ejército
M.I. se compromete a llevar a los periodistas a una fosa común. Los conduce por una larga tapia que delimita el perímetro del principal cementerio musulmán, en el centro de la ciudad. Por una entrada lateral se accede a una explanada invadida de zarzas. Dos jóvenes, preparando la fosa, se quedan inmóviles al ver a los recién llegados. M. I. denuncia que en ese lugar entierran a los presuntos bokos que mueren en los centros de internamiento militares. “Es una fosa común con cientos de cadáveres”, asegura. El vigilante del recinto ni lo confirma ni lo desmiente. Para él son únicamente cadáveres que llegan en ambulancia desde el hospital. También han enterrado aquí a las víctimas de los ataques terroristas con bomba, cuerpos mutilados que nadie reclama. “Ha habido días de sepultar 300 y 400 cuerpos o restos desmembrados en bolsas negras de plástico”, afirma. Un portavoz del Alto Mando del Ejército en Maiduguri, el coronel Iliyasu, rechaza estas informaciones por teléfono.
Además de Boko Haram, el Ejército también combate al Iswap. Un teniente del ejército nigeriano explica las diferencias entre ambas fuerzas yihadistas: “Iswap es más potente. Su poder radica en que es imprevisible. Hay riesgo de que provoque un conflicto internacional en la zona del lago Chad. Los de Boko Haram no tienen objetivos militares. Se han especializado en los secuestros para financiarse”.
El pasado domingo, Iswap asestó uno de esos golpes imprevisibles sobre el tablero bélico: al caer la tarde, decenas de vehículos quedaron bloqueados en un control de carreteras, a 10 kilómetros de Maiduguri. De noche, los terroristas atacaron el aparcamiento nocturno, aprovechando que los soldados se habían retirado, según el relato de un superviviente. Mataron a 30 personas y secuestraron a 50 mujeres y niños. El presidente de Nigeria, Muhammadu Buhari, realizó este miércoles una visita sorpresa a Maiduguri para calmar los ánimos.
El Ejército nigeriano, a pesar de que es uno de los más poderosos de África, no está solo en el campo de batalla. Cuenta con la ayuda de grupos paramilitares. El Estado de Borno financia, con dinero y equipamiento, a los civilians (civiles) y a los hunters (cazadores). Los primeros son herederos de las brigadas vecinales que se toman la justicia por su mano. Son frecuentes en África para combatir la criminalidad en los barrios, allí donde no llega la policía. Los segundos son cazadores de pura raza, rastreadores nativos que no necesitan GPS para orientarse en los senderos del bosque de Sambisa ni en las planicies sahelianas del árido norte.
Los hunters tienen un contingente de unos 2.000 hombres. Cobran un sueldo del Estado de Borno, de poco más de 60 euros al mes, el salario base en Nigeria. Su comandante, Mohammed Tar Yerwa, recibe a EL PAÍS en su cuartel general: “Combatimos codo con codo con el Ejército. Los soldados no conocen el terreno, y nosotros les guiamos. Cuando entramos en combate, no escapamos porque no tememos a los bokos. Ellos sí corren en desbandada y sólo Dios sabe lo que les hacemos cuando les capturamos”.
Quien también sabe lo que les ocurre a los bokos capturados es A. M. S. un miembro de este ejército paramilitar, que pide ser entrevistado en un lugar discreto. “A veces mis compañeros utilizan motosierras para decapitar a los insurgentes. Lo peor es cuando capturan a alguien que lleva amuletos en su cuerpo. Le atan las manos al paragolpes de un vehículo y los pies al de otro. El cuerpo queda desmembrado. Si esto no es suficiente, le llenan de arena la boca y las narices hasta que muere”.
Magia negra
El vudú y la magia negra son armas letales en esta guerra no declarada. Los bokos temen más a los paramilitares que al propio Ejército. Cuando entran en combate, los hunters van de avanzadilla y se colocan entre los soldados y los insurgentes, según cuenta su comandante. “Nuestros amuletos nos dan superpoderes y las balas no nos atraviesan el cuerpo”, asegura, convencido, Mohammed Tar Yerwa mientras muestra su guerrera de combate, cosida con amuletos, y les da a probar a sus soldados polvos de vudú.
Boko Haram dio un golpe de efecto mundial en abril de 2014 al secuestrar a 276 chicas en un internado escolar en Chibok, a 125 kilómetros al sur de Maiduguri. Una ola de solidaridad internacional puso el foco en el conflicto. Una de las jóvenes, Amina Ali, consiguió escapar al cabo de tres años de cautiverio. Fue mostrada al mundo con un bebé en sus brazos, cuya paternidad se atribuyó a alguno de sus captores debido a las repetidas violaciones que sufrió. En total han liberado a 154 chicas, pero 112 siguen en algún lugar remoto del bosque de Sambisa. Algunas han muerto, según Amnistía Internacional.
El conflicto de Boko Haram es así: muy de vez en cuando salta a las páginas de los diarios internacionales. Pero por lo general los habitantes de Maiduguri sufren esta pesadilla diaria sin que nadie se interese.
Mujeres obligadas a inmolarse
Cientos de estudiantes de la Universidad de Maiduguri pasaron las útimas vacaciones de Navidad en su ciudad natal, Jós, a 578 kilómetros de distancia. A su regreso, al menos una veintena, todos ellos cristianos, cayeron en la trampa mortal del último tramo de la carretera, entre Damaturu, la capital del Estado de Yola, y Maiduguri, capital de Borno. Los secuestros llevan la firma de los dos grupos yihadistas más peligrosos de la región noreste de Nigeria y el lago Chad: Boko Haram y el Estado Islámico de la provincia de África del Oeste (Iswap).
Boko Haram lleva más de una década sembrando el terror, no solo en la región noreste de Nigeria sino en buena parte del país. Fuentes militares aseguran que han perpetrado más de 600 ataques con bombas, colocadas en el cuerpo de personas, muchas de ellas obligadas a inmolarse. El 70% eran mujeres, una de las trágicas marcas de identidad de este grupo terrorista. Entre 2011 y 2014 llevaron el terror a la capital de Nigeria, Abuja, con bombas ante la sede de la ONU, el Ejército y centros comerciales.
Uno de los principales objetivos de Iswap son los acuartelamientos militares esparcidos en zonas remotas del norte del Estado de Borno.
Una vía férrea fuera de servicio cruza el barrio de Maiduguri donde empezó todo hace 10 años. Los andenes están cubiertos de basura y de polvo, de un polvo espeso que viene del Sáhara arrastrado por un viento alisio, frío y seco, al que llaman aquí harmatán. Julius Marcel es un joven católico del barrio de State Locust. Señala con el dedo una parcela descampada: “Aquí estaba la mezquita original donde predicaba Mohammed Yusuf. El Ejército la ha demolido. A 50 metros estaba su casa”.
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