Cuando votar en Israel cuesta lo que un billete de avión
Alrededor del 10% del censo que vive fuera del país carece, salvo contadas excepciones, de la posibilidad de votar en las Embajadas o por correo en las elecciones del próximo martes
Al israelí Elad Grofit, votar el próximo martes en las elecciones legislativas de su país le cuesta 90 euros. Es el precio del vuelo que compró ex profeso para viajar este fin de semana desde el aeropuerto de Atenas ―donde se asentó el año pasado por amor― al de Tel Aviv. Como teletrabaja y vive relativamente cerca de su país, puede encontrar pasajes baratos que casi le convierten en un privilegiado entre el más de medio millón de israelíes con derecho a voto residentes en el extranjero (en torno al 10% del censo) que solo pueden votar si lo hacen presencialmente en su país. No se puede enviar la papeleta por correo y las urnas en las Embajadas están reservadas para unos 4.500 diplomáticos o emisarios de organismos oficiales, así que la inmensa mayoría acabará contra su voluntad computada entre los abstencionistas. La norma tiene mucho que ver con la particularidad del Estado de Israel de otorgar la nacionalidad ―y, con ella, el derecho a voto― a todo aquel con al menos un abuelo judío, en apenas unos trámites y sin necesidad de vivir allí.
“Cada vez que disuelven el Parlamento, empiezo a calcular en qué fechas comprarme el billete”, cuenta Grofit, profesor de hebreo de 39 años que ha residido otras etapas en el extranjero. “Si ya siento que tengo poca capacidad de influir en lo que pasa en mi país, no quiero desaprovechar las oportunidades que me da el sistema. No voto con esperanza. Es más bien que lo siento como una obligación ciudadana básica. No se puede dar por sentada la democracia”, añade. Cotizante a la Seguridad Social y con la mayoría de alumnos en su país, recurre a una máxima famosa en inglés: “No taxation without representation” (“No hay tributación sin representación”), el eslogan político que acuñaron los colonos durante el proceso de nacimiento de Estados Unidos y han ido reciclando distintos movimientos desde entonces.
Mucho más lejos de Israel, a 11.000 kilómetros, vive Amnón, comercial inmobiliario de 43 años. En 2011 se estableció cerca de la ciudad estadounidense de Seattle. “Era mucho más fácil para una pareja gay que quería tener niños”, explica. Le molesta no poder votar comicios tras comicios, pero nunca ha volado para hacerlo, ni lo hará esta vez. “Es demasiado esfuerzo. No es un viaje en plan ir y volver. Hasta hace poco eran 24 horas de vuelo, sin contar el jet-lag y los 10.000 dólares [9.970 euros] por cuatro plazas”, dice en referencia a su marido e hijos.
La odisea que supone votar para Amnón contrasta con las facilidades dentro del país. La jornada electoral (siempre en martes) es declarada festivo nacional y se instalan urnas en las bases militares y se llevan a los hospitales.
Muy pocos bolsillos, horarios laborales o situaciones familiares pueden, sin embargo, seguir desde el extranjero el ritmo del embrollo político de Israel, que lleva cinco elecciones en tres años y medio. Es lo que le sucede a Maya, investigadora en Buenos Aires con una niña pequeña y una pareja que estudia. Pese a su activismo político, no tomará un vuelo para convertirse en una de las escasísimas judías en votar a Balad, un partido de la minoría palestina (un quinto de la población del país) que defiende convertir Israel en un “Estado para todos sus ciudadanos”. “Mi vida no gira en torno a las elecciones. ¿Por qué tengo que hacer yo tal esfuerzo? ¿Por qué la carga tiene que estar sobre nosotros?”, protesta. Maya, de 39 años, considera “antidemocrático” no poder ejercer su derecho en la Embajada en la capital argentina, pero insiste en que es “un problema de ricos” comparado con “los millones de palestinos que viven bajo ocupación israelí”.
Tampoco lo hará Tamar, que se fue de Israel en 2004 y nunca ha vuelto específicamente para votar. “Al principio, porque era estudiante y no me lo podía permitir; ahora, porque con las obligaciones familiares es mucho más complicado”, indica. Tamar, que lleva en España un tercio de sus 37 años de vida, considera injusto asociar lejanía geográfica con desinterés. “He crecido, pasado toda mi infancia y vivido en Israel. Me importa mucho”, señala.
Según el Instituto Internacional para la Democracia y Asistencia Electoral (IDEA Internacional), 152 de los 216 países y territorios evaluados permiten votar desde el extranjero al menos para las legislativas, presidenciales o al Parlamento Europeo. Sin embargo, situaciones como las de Elad, Amnón, Maya y Tamar ocupan poco espacio en el debate público israelí, más allá de unos cuantos artículos académicos y de prensa, y de cinco proposiciones de ley desde 2001 ―promovidas desde ambos lados del arco político― que siempre se quedan en el camino, en parte porque ni izquierda ni derecha tienen del todo claro a quién beneficia más el statu quo. Ghaida Rinawie Zoabi, diputada del partido de izquierdas Meretz, presentó en el Parlamento la última, el pasado febrero, en la que aboga por conferir el derecho a quienes pasen hasta cinco años fuera ―y, por tanto, sigan obligados a cotizar a la Seguridad Social― y manifiesten al Ministerio de Interior en un escrito que su estancia en el extranjero es solo temporal.
Grosso modo, la izquierda y los partidos árabes temen que el café para todos abra la puerta de las urnas a los residentes desde hace años en Estados Unidos (ideológicamente más a la derecha) o a que judíos conservadores del país pidan la nacionalidad. Y la derecha, que acotar el voto a los primeros años de residencia en el extranjero beneficie a la izquierda, a la que se asume que tienden los estudiantes o las decenas de miles de israelíes en Europa. Berlín, por ejemplo, se ha convertido en foco de quienes rechazan las políticas de su país y buscan una atmósfera más abierta y underground.
La mayoría de israelíes en el extranjero con derecho a voto (entre 540.000 y 640.000, según el cálculo) vive desde hace tiempo en Norteamérica. A otros, los comicios simplemente les pillan en el extranjero. Es el caso de las decenas de miles de estudiantes o profesores que pasan un periodo corto en el extranjero, de los profesionales destinados temporalmente por su empresa a otro país ―generalmente con su familia― y de los jóvenes en medio del Gran viaje, como se denomina a la tradición de pasar un año de mochilero, generalmente en América Latina o Asia, tras acabar el servicio militar obligatorio.
En 2016, el centro de investigación Instituto Israelí para la Democracia analizó el fenómeno en un artículo académico en el que defendía la concesión del derecho, pero con unas condiciones claras para evitar potenciales abusos de la herramienta: llevar fuera no más de tres o cuatro años y tener que inscribirse previamente y desplazarse a la Embajada. “No creemos que alguien que lleva 10 años fuera deba poder votar. Su relación con Israel es muy débil”, defiende el politólogo Ofer Kenig, coautor del estudio. Kenig recuerda que los casos más numerosos, como los estudiantes, corresponden a personas que “se da por hecho que volverán”, al contrario de quienes han usado el Estado judío como “estación de tránsito”, es decir: llegar, obtener la nacionalidad e irse a vivir a otro país con las facilidades que les ofrece el nuevo pasaporte. El ejemplo más claro es la aliá (emigración a Israel) masiva tras la caída de la Unión Soviética, que en parte ha acabado en otros países, sobre todo Estados Unidos.
¿A qué partidos beneficiaría? “La pregunta del millón de dólares son los criterios. Si lo amplías a todo el mundo, los judíos ultraortodoxos [un 99% vota a la derecha] de Brooklyn pueden llegar, obtener la ciudadanía y volverse. Si solo los estudiantes, se puede asumir que más bien al centro-izquierda”, señala Kenig.
Cinco años más tarde, Israel anunció que sus fronteras estarían cerradas por el coronavirus incluso para sus propios ciudadanos durante las elecciones. La medida, finalmente revisada, fue la gota que colmó el vaso para Marianne Matyash, que entonces residía en Berlín. Organizó un grupo de protesta en Facebook que recibió miles de apoyos, hoy transformado en Israelíes sin Fronteras. “Lograr un cambio está siendo un viaje más largo de lo que pensábamos”, reconoce.
Matyash, de 40 años, subraya la paradoja de que el mismo país en el que la mitad de médicos estudia en el extranjero “los trate como ciudadanos de segunda” mientras se forman. Y, aunque admite que “no tiene sentido juzgar la identidad de alguien por donde vive”, se resigna a proponer una “solución de compromiso que no satisface a todo el mundo”, pero que se corresponde con lo que apoyaría una mayoría de israelíes, según los sondeos: limitar el derecho de voto hasta los cinco años en el extranjero, lo que dejaría el número de censados entre 70.000 y 100.000 y excluiría a personas sin conexión alguna con el país.
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