De incógnito, perseguidos o en el exilio: los periodistas resisten en Centroamérica
Tres periodistas de Nicaragua, El Salvador y Guatemala narran en primera persona cómo es seguir contando la realidad ante la embestida autoritaria en la región y la criminalización de su trabajo
Un reportero invisible que, para seguir contando Nicaragua desde el terreno, tiene que borrarse del mapa: nadie puede saber a qué se dedica, no firma sus historias y vive en alerta permanente a que alguna fuente lo delate, a que el Gobierno lo identifique y vaya a por él, como ha hecho con más de 200 informadores que han acabado encarcelados o han salido por veredas rumbo al exilio en los últimos años. Una periodista a la que diagnostican dolencias relacionadas a “vivir bajo persecución constante” en El Salvador, donde, por su trabajo, ha sido espiada, robada y por el que se siente amenazada. Un editor y presentador que acaba en el exilio después de que le armasen casos judiciales en Guatemala, un país que ha emprendido una persecución contra voces críticas, que incluye también a fiscales, jueces y magistrados que lucharon contra la corrupción.
Todos tienen algo en común: frente a una realidad que los persigue y los acosa, resisten. Siguen contando Centroamérica ante el auge de los sistemas autoritarios que criminalizan la libertad de prensa y expresión y convierten a los periodistas en enemigos del poder.
Tres periodistas cuentan cómo es hacer su trabajo en la Nicaragua de Daniel Ortega y Rosario Murillo, El Salvador de Nayib Bukele, y cómo es contar desde el exilio una Guatemala en la que los poderes del Estado están demostrando tener un pacto no escrito para frenar la lucha contra la corrupción y acallar a las voces críticas. Es una realidad llena de desafíos en la que internet y las redes sociales se convierten en aliados para vencer la censura. (El testimonio del periodista nicaragüense es anónimo por motivos de seguridad)
Nicaragua: Escribir con la maleta hecha para huir del régimen de Ortega
Testimonio anónimo: “Oficialmente ni siquiera existo”
Debajo de la mesa en la que suelo escribir tengo mi maleta hecha. La puse ahí, al contacto con mis pies, por si un día recibo una llamada– espero recibirla a tiempo– que me alerte de que la Policía de Nicaragua me quiere capturar, como ha sucedido con al menos 10 periodistas y directivos de medios de comunicación que han sido encarcelados desde que se desataron las protestas contra su régimen en abril de 2018, o de que algún operador de Daniel Ortega y Rosario Murillo me busca. A la mayoría de mis colegas que han sido condenados les acusaron de “difundir noticias falsas” o “traición a la patria”, un par de leyes aprobadas en 2020 para criminalizar las voces críticas.
En la maleta hay unas pocas mudas de ropa, artículos de higiene, una computadora, y mis documentos más importantes: pasaporte, tarjeta de vacunación y un papel del hospital que prueba que soy un paciente crónico por hipertensión y cardiopatía. Si me capturan, al menos tendré una prueba de que necesito el medicamento que tomo a diario, pues varios presos políticos han denunciado que no reciben las medicinas que requieren en la cárcel. Pienso –quiero creer– que tener preparada la maleta puede ahorrarme unos minutos, y que me servirá si tengo que esconderme en alguna casa por unos días, o si definitivamente me toca huir de Nicaragua por veredas o por puntos ciegos de la frontera para no ser apresado, al igual que lo hicieron 185 periodistas nicaragüenses que se han exiliado desde 2018. Sólo la semana pasada, una fuente me confirmó que un nuevo grupo de 11 periodistas estaba huyendo del país.
No soy ningún delincuente ni prófugo de la justicia. Soy de los pocos periodistas que quedan en Nicaragua, intentando contar lo que pasa desde adentro, en el terreno. Pero soy consciente de que en algún momento podría ser acusado por las instituciones que deben establecer justicia en Nicaragua y que en realidad son controladas como marionetas por la pareja presidencial. Incluso existe la posibilidad de que me quiten la nacionalidad, como hicieron con unos 20 periodistas en febrero de este año. Esta es la realidad que como periodista nicaragüense me ha tocado vivir.
Desde hace unos 10 años, cuando empecé a trabajar en los medios, el ejercicio periodístico no ha sido fácil. Entonces teníamos problemas de libertad de expresión e información similares a los que padecen los colegas de otros países de la región. Pero a raíz de las protestas de 2018, cuando el régimen perpetró una masacre contra los ciudadanos que se lanzaron a las calles para pedir su dimisión, los periodistas que cubrimos y documentamos estos delitos nos convertimos en adversarios, en objetivos a agredir.
El acoso contra los periodistas se ha agudizado en el último año. En julio de 2022, unos agentes de la Policía allanaron las casas de unos colegas del diario La Prensa. El motivo: habían cubierto la expulsión del país de un grupo de monjas. Fue una simple cobertura de una de las tantas agresiones contra la Iglesia Católica, otro de los blancos del régimen. De acuerdo a la narrativa oficial, las manifestaciones masivas de 2018 fueron “un intento de golpe de Estado” urdido por los obispos, Estados Unidos, empresarios, algunas oenegés y antiguos disidentes del sandinismo. Según la propaganda oficial, dentro de este supuesto esquema, los periodistas independientes nos dedicamos a difundir fake news para manipular a la opinión pública. Esto ha llegado a tal punto que las declaraciones de políticos o ciudadanos en medios independientes o cadenas internacionales de noticias han sido tomadas como pruebas para los juicios en contra de decenas de presos políticos.
En julio pasado, cuando los agentes de la Policía persiguieron a los reporteros de La Prensa, también llegaron a la casa de otros periodistas. Fue la primera vez que hice mi maleta y me fui dos meses a vivir a otras casas. No veía a mi familia y rechazaba invitaciones de amigos. No podía salir a ninguna parte. Fue un parteaguas en el quehacer periodístico. Ahora somos conscientes de que salir a reportear nos puede llevar a la cárcel.
Regresé a mi casa cuando sentí que podía. Este sentimiento de seguridad de volver con tranquilidad a donde vivo es un acto de fe, como otros a los que me aferro para poder seguir reporteando y viviendo en estas condiciones. Lo que más me frustra es dejar de hacer periodismo: ir a los lugares, hablar con las personas, entrevistar a los funcionarios públicos. En otras palabras, ejercer mi profesión sin miedo y que las fuentes tampoco tengan temor de expresarse. El miedo se ha apoderado, con justificada razón, de todos en Nicaragua, donde una declaración o mención en un medio de comunicación puede llevarte a una celda.
En los últimos meses, me da temor cuando consulto a fuentes que no conozco bien. Tengo miedo de que uno de ellos sea simpatizante del Frente Sandinista, el partido en el poder, y me pueda denunciar por ser periodista. He seguido reporteando, cada vez menos y con mayor planificación. Tomo medidas que no puedo detallar aquí porque pondría en riesgo a los pocos periodistas que quedan en Nicaragua. Pero sé que ningún protocolo de seguridad es infalible. En más de una ocasión, por la adrenalina de pisar la calle, me he encontrado en una conversación con la esposa de un policía, con un militar retirado o con un miembro del partido sandinista. Por suerte, no ha pasado a más y nadie me ha delatado o denunciado por ser periodista. No quiero resignarme a seguir haciendo periodismo encerrado en un cuarto, pero tengo que aceptar que cada vez es más peligroso salir; cada día se pone más complicado hacer mi trabajo.
No sé cuántos periodistas quedamos en el país. Varios de los que todavía permanecemos hemos optado por decirles a los otros colegas, con los que no tenemos mucha confianza, que ya dejamos de trabajar en esto. Todos estamos alerta y desconfiamos. Hace una semana, en una redada, capturaron a algunos colegas. En esos días, dormí en una casa de seguridad por si llegaban a buscarme. No llegaron, y por eso sigo en el país.
Creo que el protocolo de seguridad más efectivo es “desaparecer”. Me refiero a la medida que han elegido todos los periodistas nicaragüenses de no firmar sus textos. Hemos dejado de publicar fotografías nuestras e información en redes sociales, no compartimos noticias críticas hacia el régimen y tratamos de no asistir, ni siquiera de forma virtual, a cualquier actividad de gremios de periodistas.
Al inicio fue difícil aceptar que no puedo viajar a ningún festival de periodismo, ni a un taller fuera del país, y menos a recibir un reconocimiento, porque oficialmente ni siquiera existo. Me esfuerzo por pasar desapercibido. Muchos críticos del régimen estamos en una especie de “país por cárcel” de facto por el control férreo que existen en las fronteras y el aeropuerto. A los periodistas nos prohíben las salidas y nos quitan el pasaporte si somos identificados por nuestra profesión. Es el precio que tenemos que pagar para estar todavía con nuestras familias y vernos con los amigos de vez en cuando para tomar unas cervezas.
Otra medida de seguridad que he tomado es no trabajar en ninguna oficina después de que varias instalaciones de medios de comunicación hayan sido confiscadas por el régimen. Escribo en un cuarto que tiene una ventana por la que puedo ver los techos de las casas vecinas. Por esa ventana, después de mediodía, entra el sol directo al escritorio en el que trabajo, debajo del cual está mi maleta. En la ciudad donde vivo, en estos días tenemos una ola de calor de más de 41 grados de sensación térmica que me impide trabajar por las tardes. Pese a todo, mi mayor preocupación es que no me llegue a tiempo la llamada de alerta. Temo que sea tarde cuando me dé cuenta que los operadores del régimen van a llegar a allanar mi casa. Que me capturen es una de mis pesadillas más recurrentes en las madrugadas de los últimos meses, cuando me despierto sobresaltado, balbuceando algunas palabras.
Mi familia tiene tan interiorizado este temor que me sugirieron un escape de emergencia, que consiste en subirse a una escalera para salir por una ventana, y llegar al tejado de los vecinos. En una de esas casas están previamente avisados de que puedo entrar, en cualquier momento, por un hueco. Es una salida, ni más ni menos, como las que cuentan que hacía Pablo Escobar, el capo de la droga en Colombia, en los años 80. A mí me causa gracia, y no me veo ni creo poder huir al estilo de película narco.
Pero, conforme transcurre el tiempo, tengo la sensación de que estoy cometiendo un delito al hacer periodismo. Porque en Nicaragua se persigue más a los periodistas que a los narcos.
El Salvador: Hacer periodismo (y vivir) bajo persecución constante
Por Julia Gavarrete (El Faro): “El desgaste es cada vez más fuerte y es una apuesta para callarnos”
Soñé que me violaban. Es la segunda vez que lo escribo. De esa madrugada de agosto de 2020, recuerdo haber despertado en pleno llanto y con una profunda opresión en el pecho. También recuerdo las siluetas, los forcejeos sobre mi cama y gritos. Todo era muy confuso: me sentía incapaz de dividir la realidad del sueño. Esa madrugada fue la primera vez que escribí sobre esto. En pleno ataque de pánico, tomé una vieja libreta y lo escribí. Lo hice porque intentaba convencerme de que nada de esto había ocurrido.
El 2 de julio de 2020, unas semanas antes de ese sueño, irrumpieron en mi casa mientras yo estaba en una conferencia de prensa que el Ministerio de Salud brindó en Casa Presidencial. Estábamos encerrados, en plena cuarentena por covid-19. Cuando regresé, solo un par de horas después, me encontré con mi habitación hecha un tiradero. Entraron, pero lo único de valor que se llevaron fue mi laptop. Presenté un aviso a la Fiscalía para que investigara, pero nunca avanzó ni ha avanzado hasta hoy. Ese robo desencadenó una serie de sueños recurrentes. Sentía que debía proteger aún más mi espacio, protegerme a mí, pero también a todos aquellos a quienes quiero. Soñé una y otra vez que se metían a mi casa; pero, en el momento justo en el que intentaba averiguar de quién se trataba, despertaba.
Nunca he creído que el robo fuera circunstancial y mucho menos que fuera pura casualidad. Años más tarde, en enero de 2022, publicamos en El Faro una pieza que reveló que habíamos sido blanco de un obsesivo espionaje con Pegasus, el software de origen israelí que sólo se le vende a gobiernos. Un análisis que Citizen Lab y Access Now realizó a nuestros dispositivos determinó que 22 miembros del periódico estábamos siendo infectados con el programa. Supimos las fechas exactas en las que ocurrieron esos ataques. En ese momento, reafirmé lo que siempre he creído: nada es circunstancial. El día en que mi computadora fue robada, mi colega Carlos Martínez fue difamado por una página que forma parte del ecosistema de medios de comunicación controlados por el oficialismo, desde donde el Gobierno de Nayib Bukele hace propaganda, lanza ataques contra el periodismo independiente y difama impunemente a periodistas. Ese día también iniciaron las auditorías del Ministerio de Hacienda contra El Faro, con las que el presidente ha pretendido acusar al medio de lavado de dinero. Por ese acoso, El Faro movió su estructura administrativa y legal a Costa Rica ante la falta de condiciones para seguir operando en El Salvador. Lo ha dicho el medio en un editorial: “Nos vamos para quedarnos”. Es una decisión que busca proteger el periodismo que hacemos.
Hay muchos otros medios que resisten a estos embates, a los ataques y a las amenazas; periodistas que con su trabajo están dejando evidencia de los abusos de poder y de autoridad, aun cuando esa autoridad tiene todo el poder de amedrentarnos con un tan sólo tuit, al retener nuestros documentos de identificación o usando las mismas leyes. A pesar de eso, seguimos.
El periodismo independiente en El Salvador se enfrenta a una clara declaratoria de guerra. El presidente Bukele, sus funcionarios de Gobierno, como sus esbirros, arrecian los ataques y las amenazas cuando el periodismo hace su trabajo, el de fiscalizar y controlar las decisiones de quienes nos gobiernan. Los registros de la Asociación de Periodistas de El Salvador (APES) hablan por sí solos: cada vez son más las agresiones contra periodistas.
El Gobierno defiende fehacientemente que en El Salvador hay libertad de prensa “porque no hay ningún periodista muerto”. ¿Por qué, entonces, no investiga quiénes nos espiaron con Pegasus? Este es un programa que también fue encontrado en los teléfonos de periodistas de otras partes del mundo al momento en el que fueron asesinados. La desidia del Gobierno nos ha llevado a algunos miembros de El Faro a demandar a NSO Group en una corte en Estados Unidos. Queremos saber simplemente quiénes están detrás de este espionaje.
Sabemos que en el país jamás encontraremos respuestas porque las únicas que salen del Gobierno vienen acompañadas de reformas, como las que legalizan el espionaje y buscan agilizar la intervención de las comunicaciones. Pero hay muchísimas otras que se suman al marco jurídico instaurado para censurarnos, perseguirnos, acusarnos y detenernos. La Asamblea Legislativa, controlada por el partido de Bukele, aprobó una Ley Mordaza para llevar a la cárcel hasta por 15 años a medios de comunicación o periodistas que reproduzcan mensajes de pandillas que generen “zozobra”. El Gobierno insiste en que ningún periodista ha sido encarcelado, pero tiene las cartas para hacerlo cuando quiera.
Dicen que en El Salvador se respeta la libertad de prensa, pero se censuran los espacios ganados desde la firma de los Acuerdos de Paz. De nada sirve caer en el absurdo de defender que la libertad de expresión y de prensa se mide a partir de si hay o no periodistas asesinados cuando vemos cómo acallan la voz de la ciudadanía por miedo a ser víctimas de un linchamiento público en redes sociales o ir a la cárcel en un país donde no existe más la independencia de poderes y que aplica el Régimen de Excepción contra todo aquel que consideren un criminal sin que existan garantías de defensa.
Pero siempre habrá quienes, pese a todo, hablarán y denunciarán. Eso nos permite seguir resistiendo a los ataques intimidatorios, a las agresiones y al espionaje al que estamos expuestos. Sé que esto tiene altos costos, de salud física y mental, de horas en psicoterapia y visitas médicas. Y ese es un sentir que compartimos entre colegas: el desgaste es cada vez más fuerte y es una de las apuestas para callarnos.
Hace unos días visité a mi médico. Me hice unos exámenes por algunos problemas de salud que he presentado. Todo aparenta estar bien, pero mi organismo dice lo contrario. Por algo ni el clonixinato de lisina, ciclobenzaprina o la tizanidine que me han recetado desde hace más de un año hacen efecto.
“Hay una afectación directa de vivir bajo persecución constante…”, me dijo el doctor sobre lo que cree es uno de los porqués de que mi cerebro se mantiene bajo alerta todo el tiempo.
Guatemala: Contar desde el exilio un país que criminaliza a jueces y periodistas
Juan Luis Font (ConCriterio): “Hago cada día mi programa con la decisión de no ceder ante quienes preferirían silenciarme”
Salí al exilio el 1 de abril de 2022. Entonces me negaba a aceptar que era un viaje sin retorno. Desde Francia, mi primera parada, me apremiaba volver a Guatemala al lado de mi madre cuyo cáncer terminal avanzaba sin tregua. Tengo 56 años. Treinta y tres los he dedicado al oficio de periodismo, como reportero y director de medios.
En febrero de 2021, la Fiscalía Especial contra la Impunidad, bajo la gestión de Rafael Curruchiche, un fiscal considerado por Estados Unidos como actor corrupto y antidemocrático, empezó una embestida contra antiguos fiscales, jueces y magistrados que habían perseguido la corrupción. En octubre, gracias a una infidencia, supe que se preparaba una acusación en mi contra. El fiscal Curruchiche había ido a la cárcel a tomar la declaración a un antiguo ministro de Comunicaciones y Obras Públicas, preso después de tres años prófugo, acusado por diferentes casos de corrupción. El exministro aseguró haberme sobornado para obtener coberturas complacientes. No ha ofrecido una sola nota para sustentar su acusación falsa. Mis colegas presentaron, en cambio, publicaciones que revelaban la gran corrupción en la obra pública, desde sobrevaloración de contratos hasta ríos supuestamente dragados que se salían de madre a pesar del dispendio. Varias de estas investigaciones periodísticas habían sido punto de partida de juicios y condenas en Guatemala.
Ante la acusación, ofrecí mi declaración patrimonial y de ingresos, el informe de mis cuentas bancarias y los reportes de mis tarjetas de crédito. La Fiscalía logró mi arraigo, después revocado. El Ministerio Público me mencionó en al menos otros cuatro casos más como sospechoso, pero no formuló cargos en mi contra. Mi caso no es único. Michelle Mendoza, Sonny Figueroa, Marvin del Cid, Carlos Choc, todos periodistas independientes, también han padecido la persecución.
El sistema de justicia de Guatemala, actualmente cooptado, tiene además en su poder a José Rubén Zamora, el fundador del diario elPeriódico, el cual dirigí durante 17 años. Zamora no ha tenido acceso a un juicio justo. Ha debido cambiar una decena de veces de abogado. Cuatro de sus defensores y tres de sus testigos han sido llevados a proceso.
La última vez que hablé con Zamora fue en mayo de 2022, cuando aún estaba libre. Me urgió a no volver a Guatemala. Desoyéndolo, entré clandestinamente al país. Me oculté en mi propia casa durante tres meses; salía por las noches hacia el apartamento de mis padres; transmitía mi programa de radio por medio de Zoom fingiendo que me encontraba fuera. Usaba un encubridor de señal para ocultar el origen de mi transmisión. El 27 de julio, cuando capturaron a Zamora dejé nuevamente el país. Mi madre murió dos semanas después de mi salida.
Desde entonces, vivo entre Estados Unidos y México sin pedir asilo o refugio: me niego a pensar en un largo periodo sin volver a Guatemala. Hago cada día mi programa de radio, con la decisión de no ceder ante quienes preferirían silenciar mi voz. El nuestro es un programa de discusión sobre la realidad política guatemalteca, duro y confrontado, porque uno de mis colegas alinea su opinión con la actuación de los grupos de poder. Mis dos compañeros conductores, igual que yo, no hemos cobrado sueldo desde enero pasado. La pauta de los grandes grupos de capital de Guatemala se alejó conforme avanzaba la lucha contra la impunidad y la corrupción. La publicidad estatal sólo le llega a quienes son dóciles con el Gobierno. Yo, mientras tanto, acepto trabajar en las consultorías que se me ponen delante para cubrir mis gastos y aspiro a becas de estudios que me den alguna estabilidad. Trabajo en crear un medio dirigido a centroamericanos en Estados Unidos.
En mi país hoy concurren dos causas que amenazan al periodismo y a la justicia independiente. La primera es una retaliación por las acciones que llevó a cabo la Comisión de Naciones Unidas contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) entre 2006 y 2019 y la fiscalía de esa época. Aquella batida encarceló a un presidente y una vicepresidenta y alcanzó a dueños de los mayores grupos de capital del país. Coincidió además con un inédito cobro judicial de impuestos no pagados. Hubo empresarios que debieron entregar de un día al otro 100 millones de dólares al fisco en impuestos escamoteados al Estado.
En Guatemala, la riqueza se concentra en escasísimas manos. Uno de cada dos niños sufre desnutrición crónica y el país carece de un sistema de salud pública o de educación que ofrezca esperanza a los más pobres. Cuatro millones de guatemaltecos (de los 18 en total en el país) han decidido, hemos decidido, huir hacia Estados Unidos.
El poder político, furibundo con las acciones contra la corrupción, expulsó a la CICIG, tomó el control de las cortes e instituciones, forzó la reelección de la fiscal general que encubre sus robos: ha desplazado a los fiscales que investigan malos manejos y ha evitado ahondar en acusaciones tan graves como que el actual presidente financió con fondos públicos parte de su campaña electoral. Ese mismo poder hoy manipula el proceso electoral para colocar en la Presidencia este año a un nuevo representante de su alianza.
La segunda causa es un esfuerzo concertado para impedir el avance de los casos por graves violaciones a los derechos humanos durante la guerra civil guatemalteca (1960-1996). Estos implican a altos cargos militares, algunos de ellos relacionados con grandes grupos de capital.
A la prensa independiente, como a los antiguos fiscales, jueces y magistrados que se han visto obligados a salir del país so pena de cárcel, se le reclama su contribución a esos dos procesos de búsqueda de justicia y democracia, detestables para quienes se benefician desde hace décadas del sistema. A mí, simplemente me cuesta verme haciendo otra cosa que no sea periodismo. Me avergonzaría callar lo que entiendo y lo que veo, como me avergüenza y me duele el enojo de mis hijos hacia nuestro país.
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