Los supervivientes afganos del naufragio del canal de la Mancha: “O llegamos al Reino Unido o morimos”
Más de 16.000 personas han cruzado esta peligrosa ruta en lo que va de año. Las ONG alertan de que la creciente bunkerización de Calais es contraproducente y reclaman vías de entradas seguras y legales
Estuvieron dos horas en el agua, de madrugada y sin saber nadar. Cuentan que pidieron ayuda a gritos, que silbaron muy fuerte, pero que nadie llegaba. Estaban solos. Solos en medio del canal de la Mancha, el estrecho que separa Francia de Reino Unido. Hasta que los rescataron. El naufragio de la patera en la que viajaban dejó al menos seis muertos el 12 de agosto. Fue el segundo más mortal desde noviembre de 2021. Pero incluso así, los afganos Mohsin, Aref Amir, Hajjomid y Sadaqat volverán a intentarlo. No ven otra opción. Mientras esperan embarcar de nuevo, malviven escondidos entre árboles en las afueras de Calais, al igual que otros cientos de migrantes, con miedo a ser desalojados por la policía.
La ciudad del norte de Francia es sinónimo de alambre de púas, concertinas, muros de hormigón, vallas y cámaras de alta tecnología desde hace varios años. También de patrullas policiales, que en plena noche y en cruces inesperados, inspeccionan los vehículos que se dirigen a las playas de la zona. El Ayuntamiento, gobernado desde 2008 por Natacha Bouchart (Les Républicains, derecha), colocó incluso cientos de rocas en la localidad para impedir la instalación de tiendas de campaña. El objetivo es evitar a toda costa una nueva Jungla, el campamento donde llegaron a vivir 10.000 migrantes antes de su desmantelamiento en 2016. Y frenar la inmigración irregular a Reino Unido por el canal, uno de los más transitados del mundo, que en su parte más estrecha mide solo 33 kilómetros.
Los campamentos de ahora son más pequeños y más dispersos. La policía, denuncian las ONG, los desmantelan cada 48 horas. El hostigamiento es constante. “Ayer no vinieron, así que probablemente estén aquí mañana”, anticipa Mohsin Zazai, un afgano de 24 años que lleva más de un mes en Calais. Sus amigos estaban en la patera que naufragó aquel sábado de agosto. Vive con ellos en un minúsculo asentamiento al que se llega por caminos de tierra y saltando un charco de agua verdosa. En los alrededores, los furgones policiales van y vienen sin parar.
La apuesta es reforzar aún más las patrullas. El Gobierno británico se comprometió en marzo a aportar más de 540 millones de euros a lo largo de tres años para intensificar los controles. Pero para las ONG que trabajan en el terreno, el esfuerzo es contraproducente. “Ninguna de las estrategias implementadas funcionan”, sentencia Pierre Roques, coordinador de la asociación Auberge des Migrants. Es más. “Cuanto más se protege a la frontera, más indispensables se vuelven los traficantes”, afirma. Otra de las consecuencias, señala, es que las salidas se desplazan cada vez más hacia el sur. Los rescatistas franceses salvaron en agosto a 25 personas de una embarcación a la deriva frente a Le Touquet, 70 kilómetros al sur de Calais. Desde ahí, la travesía es aún más peligrosa, ya que dura más.
Mohsin, al igual que sus amigos, llegó de noche a una playa para subirse a una barca hinchable. Pero se echó para atrás cuando vio el estado en el que estaba. No fue el caso de Aref Amir, de 24 años. Cuenta que el barco tenía capacidad para 40 personas. “Pero éramos más de 60”, recuerda el joven, originario de Mazar-e Sarif, en el norte de Afganistán. “El que conducía la barca no tenía experiencia, no sabía la localización”, continúa. Los que se ofrecen para manejar la lancha suelen obtener un precio más ventajoso para la travesía. Mohsin y sus amigos, en cambio, pagaron entre 1.500 y 2.000 euros por arriesgar sus vidas.
A bordo había dos sudaneses y dos iraquíes, ahora inculpados por su eventual responsabilidad en el naufragio, según la fiscalía. Pero la mayoría era de Afganistán, donde los talibanes se hicieron con el poder en agosto de 2021 tras la retirada de las tropas de Estados Unidos y sus aliados. Es una de las razones por la que emigraron. Un familiar de Mohsin, por ejemplo, fue asesinado por los fundamentalistas. Otros cuentan que eran policías durante el anterior gobierno y que recibieron amenazas con la llegada del grupo islamista.
El objetivo, ahora, es alcanzar territorio británico sea como sea, empezar una nueva vida y dejar atrás la violencia que acompañó los miles de kilómetros recorridos. Sadaqat, otro superviviente de 17 años, muestra las heridas en sus manos. A su lado, Hajjomid, de 21, asegura que lo peor fue su paso por Bulgaria, donde le lanzaron los perros. Pero ahora, ya no quieren mirar hacia atrás. “O llegamos al Reino Unido o nos morimos”, repiten cuando se les pregunta si seguirán intentándolo tras el accidente. Los naufragios rara vez desalientan los cruces. El 16 de agosto, cuatro días después del drama, 444 migrantes llegaron a las costas de Inglaterra en ocho pateras distintas, según cifras oficiales.
La mayoría de los migrantes que espera cruzar el canal son originarios de Afganistán y de Sudán, un país en guerra. Pero también hay personas de Albania, Siria, Líbano, Guinea, Eritrea y Yemen. Para llegar a Calais, muchos tuvieron que atravesar el mar Mediterráneo, también en patera. Y aunque saben que el Gobierno del primer ministro Rishi Sunak ha endurecido la política migratoria, no ven otra opción. Desde el refuerzo de la seguridad (muros, concertinas, brigadas caninas, cámaras) para acceder al puerto y a la terminal del Eurotúnel por vía terrestre, en 2018, más de 100.000 migrantes cruzaron el corredor marítimo, según cifras de las autoridades británicas. En lo que va de año fueron casi 17.000 y en 2022 fueron 45.000, mucho más que en los dos años anteriores.
En el campamento, Mohsin es ahora responsable del teléfono. Es el único que aún lo tiene. A cada hora le llegan mensajes de familiares y amigos de los supervivientes, a los que la policía les requisó el móvil. El procedimiento es habitual. Los teléfonos pueden aportar elementos clave para identificar a los traficantes, explica a este diario la fiscalía de París, encargada de investigar el naufragio. En el grupo, de unas 15 personas, hay un adolescente de 13 años. Su tío, que vive en Londres, le llama dos veces en dos horas. Está preocupado y le pide portarse bien y no fumar.
Al caer la noche, el grupo prende una pequeña hoguera y prepara un plato de arroz con garbanzos. De bebida hay té con leche y azúcar. La comida la distribuye el Calais Food Collective, una pequeña ONG que también coloca grandes tanques de agua en distintos puntos de la ciudad. Hace poco, denunció que la policía le retiró uno en pleno centro. Instalar “cualquier infraestructura permanente es imposible”, lamenta Chloé Magnan, de 26 años, una de las voluntarias del equipo. Fanny Donnaint, otra voluntaria de 23 años, agrega: “No hay evolución. Siempre hay presencia policial y obstrucción de nuestro trabajo”.
Ni Mohsin, ni Aref Amir, ni Hajjomid ni Sadaqat saben cuánto tiempo seguirán ahí. Por ahora, tratan de acomodar como sea el lugar donde viven. Al lado de unas tiendas azules, han colocado una manta para sentarse. Tras un largo silencio, cuentan que esperan que los cuerpos de sus amigos, los seis afganos fallecidos, puedan regresar a su país de origen.
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