Sangre, basura y fuego: la vida secreta del jefe de la Camorra Sandokán
Francesco Schiavone ha decidido colaborar con la justicia. Su testimonio podría esclarecer crímenes de sangre y años de envenenamiento de las tierras napolitanas, pero también señalaría a posibles colaboradores del Estado
Los capos mafiosos, como los minerales, pueden dividirse en distintos grados de dureza. Pero la única clasificación que importa en su código es aquella que los separa en dos simples grupos: los que hablan después de una larga condena en el 41 BIS —el régimen carcelario de aislamiento total— y quienes se llevan los secretos de la organización a la tumba. En este segundo apartado se encuentran sanguinarios capos de la Cosa Notra como Totó Riina o Bernardo Provenzano. Y hasta hace muy poco, también Francesco Schiavone, conocido como Sandokán, jefe del clan camorrista de los Casalesi. Hace tres semanas, a sus 70 años, enfermo de un tumor y después de pasar los últimos 26 en una celda, decidió colaborar con la justicia.
Su testimonio puede ser clave para esclarecer múltiples asesinatos y también un periodo en el que la Camorra napolitana se apoderó de la administración pública y envenenó las tierras de sus vecinos con residuos tóxicos procedentes de toda Italia. Pero, sobre todo, podría ser extremadamente útil también para saber quiénes fueron los que se lo permitieron y a cambio de qué.
Los relatos de algunos fenómenos como la mafia no tienen un comienzo ni un final claro. Pero determinados momentos ayudan a entender su eclosión. El 23 de noviembre de 1980, a las 19.34, la tierra tembló en Irpinia, un territorio entre Campania y Basilicata, dos de las regiones más pobres del sur de Italia. La sacudida fue de una magnitud de 6,8 y duró 70 segundos. Suficiente para enterrar vivas a 2.914 personas y destrozar centenares de miles de hogares en los alrededores de Nápoles. Aquel día comenzó una diáspora de familias desposeídas que corrieron desesperadas a buscar techo en algunas periferias en las que el Estado comenzaría construir a nuevos barrios con la utopía de la escuadra y el cartabón y los fondos públicos. La tragedia, sin embargo, fue también una oportunidad para otro tipo de familias, las de los clanes que se disputaban ya el control del territorio y del dinero público para la reconstrucción.
La misma noche del terremoto, en la cárcel de Poggiorreale, Raffaele Cutolo, apodado Il professore y jefe de la Nueva Camorra Organizada (NCO), lo más parecido al mayo del 68 que había dado hasta entonces la mafia, mandó asesinar a uno de los exponentes de la llamada Nueva Familia, una organización de carácter mafiosa que controlaba las zonas agrícolas de la zona de Caserta. La banda de aquellos campesinos, que se daban unos aires sicilianos y apelaban al código de honor de la Cosa Nostra, la lideraba un tal Antonio Bardellino, con butaca en las reuniones de la Cúpula siciliana. Bardellino tenía todo el poder y llegó a fotografiarse del bracito con el ex primer ministro y entonces secretario de Partidos Socialista, Bettino Craxi, que pensó en él como candidato al Senado. Pero el capo, metido de lleno en el narcotráfico internacional, pasaba demasiado tiempo fuera de su casa —se decía que tenía una familia clónica con hijos a los que puso los mismos nombres en Santo Domingo—, y terminó asesinado por Mario Iovine, uno de su lugartenientes. Su cuerpo nunca fue hallado, pero el hombre que se atribuyó la autoría —algunos creen que llegaron a un acuerdo para que desapareciese— se hizo con el control del clan. El problema es que todo aquello, había sido urdido por el más listo de todos, un tipo guapo y con buena planta al que en Casal di Principe ya apodaban Sandokán por su parecido con el actor Kabir Bedi, que encarnaba al mítico personaje en una conocida serie televisiva.
Francesco Schiavone nunca pasó hambre. Hijo de una familia de agricultores con campos y búfalas para la mozzarella, pudo estudiar medicina sin llegar a licenciarse. Inteligente y relativamente cultivado (estaba obsesionado con la historia de grandes dictadores y de Napoleón), reinó durante años en lo que se conoció a partir de entonces como el clan de los Casalesi: una organización que estableció un régimen de terror en Casal Di Principe y una treintena de municipios colindantes. El clan, entre otras fechorías, condenó al escritor Roberto Saviano a muerte, una suerte de fatua que le obligó a llevar escolta durante los últimos 18 años.
“Nos robaron la identidad llamándose Casalesi. Ese el gentilicio de nuestros habitantes, que solo sufrieron su violencia y corrupción”, explica Renato Natale, alcalde del pueblo y entonces también primer edil, en su despacho. A Natale, un tipo con un carácter curtido por la adversidad, lo martirizaron los clanes por oponerse a sus negocios. Una noche, un tractor volcó varias toneladas de estiércol en la puerta de su casa. Otro día, una excavadora le colocó los restos de una rotonda de tráfico arrancada de sus cimientos porque había osado no contratar a una de las constructoras de las familias locales. “Esto se convirtió en una especie de dictadura militar, en la que los vecinos perdieron la libertad”, recuerda.
El pueblo ha renacido gracias al coraje de los ciudadanos, de personas como Natale y de comprometidas asociaciones antimafia como Libera, cuyo trabajo ha sido descomunal. Pero Casal di Principe sigue cosido por cicatrices de un periodo que dejó más de 300 muertos en una de las mayores guerras mafiosas. Las casas, convertidas en fortificaciones, están rodeadas por enormes muros. Muchos de esos edificios nunca se terminaron porque carecían de los permisos. Otros se derrumbaron porque los materiales era de ínfima calidad o el cemento estaba hecho de la tierra volcánica de esta zona, demasiado porosa para mantenerse en pie.
Ladrillo y no narcotráfico
El clan de Schiavone entendió que el principal negocio debía ser el ladrillo y no el narcotráfico —como hacía la Camorra urbana— y se quedó con toda la cadena productiva de la construcción: desde la fabricación de los materiales, pasando por la mano de obra, hasta la gestión de los residuos. Y ese fue el principal problema: la provincia de Caserta, su propia tierra, se convirtió en el vertedero de Italia y terminó apodada la Tierra de fuegos, porque siempre había un montón de basura ardiendo en algún campo, recuerda el activista medioambiental Enzo Tosti.
La Camorra comenzó a crear en los ochenta empresas de reciclaje de residuos especiales. Supuestamente tenían todos los papeles en regla para acometer complejos procesos de tratamiento de basura tóxica. Y ofrecían precios imbatibles, fundamentalmente porque no hacían nada de lo que prometían. “Nuestro negocio ya no es la droga. Nuestro negocio se llama basura, dottore. La basura es oro”, le dijo Nunzio Perrella, el primer arrepentido al juez Franco Roberti en 1992.
La zona comenzó a llenarse de residuos y muchos de los vecinos se acostumbraron a vivir con las ventanas cerradas. El Instituto Superior de Sanidad publicó un estudio que confirmaba lo peor: la hospitalización y mortalidad por cáncer en la Tierra de fuegos es entre siete y diez puntos porcentuales superior al resto de la región. En el caso de bebés y niños, la incidencia de tumores se disparaba: un 51% más en criaturas hasta un año, y un 42% más hasta 14. Tosti, como muchos otros ciudadanos aquí, padece una leucemia que atribuye a la contaminación.
“Llegaban camiones de Brescia y de Toscana cargados de residuos tóxicos. Obligaban a los agricultores a enterrarlos en sus tierras o les pagaban el triple de lo que ganaban cultivando tomates”, apunta. A su lado, Gianni Solino, funcionario provincial experto en medioambiente, corrobora sus palabras. “Hacíamos guardias y seguíamos a todos esos camiones que llegaban. Al principio eran solo los que había comprado el clan de Schiavone cuando comenzaron con este negocio, pero luego empezaron a llegar más. Primero los enterraban, desde 1985 hasta 1995, pero luego comenzaron a incendiarlos”.
La violencia se convirtió en norma y se desató una gran guerra. De los centenares de muertes, 35 fueron víctimas inocentes que no tuvieron nada que ver la delincuencia. Una placa recuerda en una de sus plazas a las víctimas. Un nombre sobresale entre todos ellos por el poder simbólico que representó. El párroco Peppe Diana, uno de esos curas íntegros y comprometidos que escaseaban en esa época, había empapelado el pueblo con un manifiesto contra la Camorra y una insistente frase: “No me callaré”. Se esforzó en trabajar con los jóvenes, carne de cañón de la Camorra para su negocios. Molestaba, les señalaba. Y el clan de los Casalesi ordenó su muerte.
El homicidio, sin embargo, no llegó hasta el 19 de marzo, tres años después: justo el día de su santo. El sacerdote llegó a la sacristía ese día, recibió tres disparos a bocajarro en la cara y se desplomó en un charco de sangre en medio de la iglesia. El problema para los Casalesi, comandados por Sandokán desde la clandestinidad, es que ocurrió lo contrario a la intimidación que buscaban: el pueblo colgó sábanas blancas en los balcones contra los asesinos y se revolvió contra ellos.
En el cementerio espera Marisa Diana, su hermana, para contar aquella historia. “En aquellos años, este pueblo estaba dominado por la Camorra. Él no podía soportarlo, especialmente por el daño que hacía a los jóvenes. Se rebeló y lo pagó con su vida”, apunta esta mujer mientras visita la capilla de su hermano. “Fueron años de mucho miedo. No podías salir a la calle, había tiroteos por todas partes. Claro que le echo de menos, pero se ha convertido en un símbolo del renacimiento de este pueblo”, continúa mientras arregla las flores que le ha traído.
La Camorra, también en el resto de la región de Campania, se ha transformado desde entonces y ha adoptado la estrategia del silencio. Antes se permitían matar a curas como Diana, a alcaldes como Angelo Vassallo (2010), a sindicalistas como Federico Del Prete (en 2002) o a inmigrantes inocentes, como los ocho africanos asesinados al azar en la matanza de Castel Volturno en 2008. Menos muertos, más negocios. Hoy es una multinacional que factura unos 33.000 millones de euros anuales, según datos del instituto Eurispes, con sus principales ramificaciones en España o Dubái.
Sandokán fue imputado en la operación Spartacus a comienzos de los años noventa junto a los otros capos de la organización: Francesco Bidognetti (Cicciotto ‘e mezzanotte) y Antonio Iovine (o’Ninno). Schivone había entrado y salido de la cárcel, pero se esfumó definitivamente antes de sentarse en el banquillo. El 18 de julio de 1998, sin embargo, tras una larga investigación apoyada pora división policial apodada Los cazafantasmas (por su capacidad de localizar a fugitivos), la policía entró en su casa después de ver a alguien parecido a él que abría la puerta. Una vez dentro, encontraron la vivienda vacía, pero unos extraños tubos, como si fueran respiraderos, llamaron la atención y decidieron lanzar gases lacrimógenos. Al cabo de pocos segundos, escucharon: “Parad, por favor, estoy con las niñas. Parad”. Las paredes de hormigón comenzaron a moverse y de un lujoso búnker emergió él con su familia (sus hijas, su esposa Giuseppina y un primo). Tenía una biblioteca sobre Napoleón Bonaparte, sobre otras figuras autoritarias. Obras de arte… Varias armas cargadas y un moderno sistema que le había permitido sobrevivir los últimos años.
Sandokán fue condenado a 13 cadenas perpetuas. Durante el tiempo que pasó en la cárcel se arrepintieron algunos de sus primos, también hijos (uno acaba de quedar en libertad) y otros miembros del clan. Él aguantó, incluso a acusaciones de sus viejos socios. “No me arrepentiré nunca”, escribió a un periódico local. Pero el pasado Viernes Santo, Sandokán mandó una carta a la fiscalía antimafia, presidida por Giovanni Mellilo, y anunció su intención de colaborar con la justicia. Muchos respiraron aliviados. El propio Roberto Saviano explicó en un vídeo que, por primera vez, pensó que podría recuperar una vida libre. Sin embargo, nadie se fía todavía del nivel de confesión y la altura al la que llegarán sus revelaciones. Nadie sabe si el capo, como algunos minerales, ha perdido dureza con el tiempo. O, simplemente, es una nueva estrategia.
Sigue toda la información internacional en Facebook y X, o en nuestra newsletter semanal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.