Una tregua trumpiana
El alto el fuego de Líbano adelanta, por desgracia para libaneses y palestinos, las líneas maestras de la política por venir, que se articulará en función del enfrentamiento con Irán
Antes de llegar de facto a la Casa Blanca, Donald Trump ya está imponiendo su sello en política exterior, por más que Joe Biden, todavía presidente, pretenda apuntarse el tanto, que lo es a medias, del alto el fuego en Líbano. El zafarrancho de la reciente Cumbre del Clima, digno de un cutre show televisivo si no fuera por la brutalidad de sus consecuencias para el planeta entero, hubiera sido impensable en circunstancias distintas. Pero Trump está de nuevo aquí. Y de nuevo maniobrando en uno de sus lugares predilectos: Palestina / Israel. También de nuevo moviendo los peones de su particular tablero de ajedrez.
Trump ha perfilado con rapidez su gabinete de Exteriores, firmemente proisraelí, mucho más que el de su anterior Administración, sin unos contrapesos mínimos como entonces. En los Acuerdos de Abraham que patrocinó en 2020, fueron los EAU y Bahréin, secundados por Sudán y Marruecos, los que materializaron lo que los árabes llaman la “normalización” de Israel, esto es, su integración en la región al margen de los derechos palestinos. Reconocieron a Israel por contraprestaciones dependientes de sus intereses nacionales. Para bien o para mal, los árabes tuvieron un protagonismo. En las actuales circunstancias, ni eso.
La tregua de Líbano adelanta, por desgracia para libaneses y palestinos, las líneas maestras de la política por venir, que se articulará en función del enfrentamiento con Irán. En Teherán llevan preparándose para ello meses, no de otro modo puede explicarse su inacción ante la aniquilación de Hezbolá, al que han dejado caer como un mal menor, y el bajísimo perfil que el régimen iraní ha mantenido ante el genocidio de Gaza. Con el frente libanés neutralizado y Gaza arrasada, Netanyahu cree que puede centrarse en Irán, el principal obstáculo a su proyecto de “refundación” del Gran Israel. Por este ha sacrificado a los rehenes y a la democracia, y está por ver si no a Israel mismo, como vaticinan intelectuales israelíes de la talla de Ilan Pappé.
Pero ni en los términos más inmediatos se trata de un triunfo rotundo de Netanyahu. Él sabe que el enemigo lo tiene más dentro que fuera de casa. Al mismo tiempo que se anunciaba la tregua, una encuesta del Canal 13 televisivo, el segundo más visto de Israel, sostenía que apenas el 26% de los israelíes creía que se hubiera derrotado a Hezbolá. No solo el líder de la pálida oposición, Yair Lapid, vendía la tregua como una derrota y afirmaba que “con poblaciones [israelíes] enteras destruidas, la vida de la gente destrozada y el Ejército exhausto, el Gobierno de extrema derecha se ha visto arrastrado a un acuerdo”, sino que ministros del Gabinete, el mismo que ha aprobado el alto el fuego, se han apresurado a tildarlo de “error histórico” que no devolverá a los ciudadanos desplazados del norte a sus casas ni establecerá una zona militar israelí en Líbano, objetivo declarado del movimiento de colonos que sitúa las fronteras del Gran Israel a las puertas, cuando menos, de Tiro.
Tras 3.823 muertos, 15.859 heridos, un cuarto de la población libanesa desplazada y el sur del país destruido, en las horas previas al alto el fuego el Ejército israelí ha recalcado su mensaje con sus últimos ataques. La zona de Hamra, la histórica arteria comercial de Beirut, ha sido objeto de bombardeos que recuerdan los tiempos de la guerra civil. Por si cabía alguna duda, el acuerdo mismo garantiza a Israel la libertad de acción militar cuando considere amenazada su seguridad. Dentro de 60 días, los que establece la tregua, Trump llevará seis en la Casa Blanca. Poco importará que Israel haya podido romper antes la tregua: vendrá luego una paz trumpiana.
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