Carta a mi hijo con discapacidad: ¡qué haríamos sin tu madre!
Hay algo en el amor de las mujeres por sus hijos que es difícil de explicar. No es solo el cariño del día a día, los cuidados o la paciencia inagotable, sino esa manera de luchar como si nada más importara
Querido Alvarete,
La primera noche que pasamos juntos en un hospital me marcó profundamente por muchos motivos, pero especialmente por uno: tu compañero de habitación era un bebé, de apenas unos meses, con hidrocefalia. Tenía más cables conectados a su pequeño cuerpo que tú, y lo más doloroso era que estaba solo, muriéndose sin nadie a su lado. No tenía padres, o si los tenía aún no estaban preparados para afrontar su realidad. La habitación era grande, con dos cunas, pero solo tú tenías compañía. En algún momento, me quedé dormido apoyado en tu cuna y, al despertar, vi como Granma, tu abuela, acariciaba y cantaba suavemente a tu compañero de habitación, Pepe —así lo he bautizado yo para mis adentros—. Gracias a ese golpe del destino que nos llevó al hospital y al gesto de tu abuela, Pepe pudo sentir lo que es el amor antes de despedirse de este mundo. Desde entonces, lo tengo muy presente y siento que, de alguna manera, nos acompaña y nos ayuda.
De pequeño tuve problemas de aprendizaje, más o menos importantes, por lo que los expertos cuestionaron a mi madre mis capacidades para los estudios. Mientras que mis compañeros iban al recreo, a mí me llevaban a clases de refuerzo, y por las tardes, cuando terminaba el colegio, mi madre me llevaba a una logopeda (recuerdo que estaba muy lejos de casa) para ver si era capaz de aprender a pronunciar correctamente.
Granma tuvo que sacrificarse mucho, especialmente por mí, y no era tarea fácil porque tenía otros siete hijos. Es decir, que no le sobraba el tiempo especialmente, pero lo hizo. Cuando terminé la carrera y se lo dije a mi madre, se echó a llorar, cosa que no le vi hacer con ninguno de sus otros hijos. Fue entonces cuando entendí por todo lo que había pasado. Luego, cuando terminé el MBA, ni siquiera parpadeó… Supongo que después de la carrera, el MBA ya no le pareció gran cosa.
Recuerdo cuando era pequeño y caminaba con mi madre. Ella me daba un pequeño golpe en el hombro y me decía: “Mira lo que dicen, que los estudios no se te van a dar bien… pero tú les vas a demostrar que se equivocan”. Era una mezcla perfecta entre desafiarme y animarme que, a decir verdad, terminó surtiendo efecto.
Ahora me doy cuenta de que, de algún modo, la vida estaba preparándome para lo que vendría más adelante con tu enfermedad. Es curioso como, cuando miramos nuestras vivencias con perspectiva, todo acaba encajando, como si fueran piezas de un puzle más grande y complejo. Afortunadamente, aunque a veces nos cueste verlo, siempre ha estado presente en nuestras vidas el amor de nuestra madre. No existe fuerza más poderosa ni más constante que la de tu madre, Rocío, y la de tantas otras madres que, como ella, caminan en silencio, cargando el peso de un amor que supera cualquier adversidad.
Nuestro amigo Pablo, aunque con nuestras diferencias, me recuerda a mí de pequeño, y su madre, Elena, a tu Granma. Verla luchar cada día por su hijo y ver a este cómo va creciendo y superando los obstáculos que le pone la vida es otro ejemplo donde mirarme para seguir adelante. Tenemos tantos ejemplos a nuestro alrededor de madres extraordinarias que casi habría que quitarles el adjetivo de “extraordinarias” y simplemente decir “madre”. Porque, al igual que al militar se le presupone el valor, a las madres se les presupone la excelencia.
Desde que llegaste a nuestras vidas, tu madre ha sido el pilar que sostiene todo, sin importar lo difícil que se pongan las cosas. La he visto renunciar a su carrera profesional —siendo mucho más lista que yo—, a sus sueños y hasta a su propio descanso (esto tenemos que solucionarlo). Lo ha hecho porque entiende, mejor que nadie, que su misión en la vida es estar a tu lado. Y no lo hace por obligación, sino por un amor tan profundo que ni la mayor de las fatigas puede apagar.
Tu madre, mi madre, como tantas otras, no se permiten derrumbarse. A veces pienso que llevan una capa invisible de fortaleza que las mantiene erguidas cuando el peso de las circunstancias parece insostenible. Pero sé que dentro de esa coraza hay momentos de dolor, de miedo y de cansancio. Sin embargo, cuando sonríen al verte, todo ese dolor parece desvanecerse, porque su amor por ti lo supera todo.
A Granma le descubrieron este verano un tumor maligno en el pulmón. Ha tenido que aguantar que todos sus hijos, con nuestras mejores intenciones, hayamos opinado sobre lo que tenía que hacer (operar o radiar). Mientras tanto, ha pasado el verano como si tal cosa, como es ella, sonriendo y preocupándose por los demás (con tantos nietos siempre hay emociones, y este verano ha tenido especial preocupación por Joaking, el pequeño de la familia, que ha nacido con síndrome de Down y algún que otro problema). Cada noche, en nuestra llamada diaria, lo primero que hace es preguntar por ti. Luego pregunta por tus hermanas, por el trabajo, por la fundación… Y si nota que estoy un poco distraído, o más parco en palabras de lo habitual, termina diciendo: “¿Qué te preocupa, Álvaro? ¿En qué te puedo ayudar?”. Aún conserva la fuerza de la juventud, aunque su cuerpo ya no la acompañe del todo. Siempre le respondo que no pasa nada y que estoy bien, y luego le pregunto cómo está ella. Su respuesta es siempre la misma: “Muy bien”. “Muy bien”, a pesar de llevar 16 años con vasculitis (una inflamación de los vasos sanguíneos, que puede afectar a las arterias, venas o capilares) y pasarse el verano con la angustia del tumor. Se operó el 3 de octubre y, gracias a Dios, fue muy bien. La semana posterior a la operación la respuesta era la misma, aunque con un pequeño añadido: “Muy bien, pero un poco cansada”.
Hay algo en el amor de las madres que es difícil de explicar. No es solo el cariño del día a día, los cuidados o la paciencia inagotable, sino esa manera de luchar por sus hijos como si nada más importara. Quiero creer que encuentran la fuerza en nosotros, sus hijos: en nuestra sonrisa, en nuestros pequeños logros e, incluso, en nuestra presencia.
Y yo, como padre, tengo tanto que aprender de ellas… De tu madre me inspira su capacidad para seguir adelante a pesar del cansancio y de las noches sin dormir (cuántas veces he pensado que no se levantaría y ahí sigue incansable). De mi madre me inspira su calma, su alegría y su manera de ver la vida siempre positiva. A veces me pregunto de dónde sacan toda esa energía para ser tan fuertes por sus hijos. Creo que la respuesta es sencilla: es el amor que nos tienen, ese amor incondicional que solo una madre puede dar, enseñándonos que el amor verdadero no se mide en grandes gestos, sino en la capacidad de estar ahí, día tras día, incluso cuando todo parece ir en contra.
No quiero que nunca lo olvides, Alvarete: tienes una madre y unas abuelas increíbles. Al igual que tantas otras madres que cuidan de sus hijos con o sin discapacidad, ellas han encontrado su fortaleza en ti. Y, aunque este mundo no siempre lo vea, son unas heroínas que luchan cada día con un amor que trasciende cualquier barrera.
Verte en aquella cuna transparente, con los fríos brazos metálicos extendidos y la vía saliendo de tu pequeño brazo, era una imagen que me desgarraba. No podía ver más allá de ese momento, convencido de que nuestra vida se convertiría en un interminable valle de lágrimas. Pero entonces, tu madre te tomó en sus brazos, te giró con delicadeza hacia ella, te envolvió en un abrazo y te dio un beso suave en la frente. En ese instante, mientras te sonreía y te cantaba el “ova ovita”, algo cambió dentro de mí. Fue como si su amor, su fuerza y su fe me dijeran sin palabras que juntos, pase lo que pase, podríamos superar cualquier cosa.
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