Cómo unirse al club de grandes nadadores, de Julio César a Akira Kurosawa pasando por Lord Byron
La lectura veraniega de varios libros sobre natación para mejorar la práctica ofrece el siempre estimulante ejemplo de los personajes históricos
Durante años, el límite de mi capacidad de nadar en el mar lo marcaba una plancha de windsurf amarrada a una boya frente al chiringuito de la Denise, en la playa de Migjorn en Formentera. Utilizada como plataforma recreativa y ocasional solárium, la plancha no estaba muy lejos, a unos doscientos metros de la costa, pero para mí trazaba una frontera radical a menudo inalcanzable. Salía de la playa lleno de confianza y atravesaba la primera parte de la distancia en alegres y vigorosas brazadas empapándome de la dulzura salada del agua, su frescor y su pureza. Pero al llegar al tramo en el que el fondo desciende vertiginosamente me asaltaba una repentina sensación de mareo y falta de flotabilidad. Apretaba los dientes, cerraba los ojos para no ver, allá abajo, los abismos marinos que me arrastraban en la inmisericorde transparencia y nadaba a lo Johnny Weissmuller huyendo del cocodrilo que me roía las entrañas. Llegaba descompuesto a la plancha y ahí tenía que recomponerme y hacer acopio de valor para regresar.
Lo pasaba fatal, pero había que hacerlo: es el absurdo tributo que rendimos algunos al coraje y la consecuencia de haber leído demasiadas veces Lord Jim —también, aunque transcurren en territorios más secos, Beau Geste y Las cuatro plumas (“¿por qué preocuparse?”, le espetan a Harry Feversham, en la segunda historia, “sea cobarde y viva feliz”, a lo que responde el protagonista sintetizando el asunto: “Ya era cobarde, y no era feliz”)—. En cambio, Einstein, que mira que era listo, no sabía nadar. Por su parte, Benjamin Braddock (Dustin Hoffman) prefirió nadar con la señora Robinson, y no seré yo quien se lo reproche.
Tras muchos veranos de nataciones traumáticas —a veces te reclaman para ver un pez diablo out of limits o es preciso acudir al rescate de la colchoneta en forma de delfín de un niño (hay que ver cómo me agarro al bicho cuando lo pillo, ríete tú de Arion)—, este año decidí afrontar el asunto como lo hago todo, con cabeza y con libros. Me he llevado a la isla una selección de obras imbatible que incluye Inmersión total (Paidotribo, 2014), subtitulado Un método revolucionario para nadar mejor, más rápido y fácilmente, de Terry Laughlin y John Delves (me parece que el primero pone las brazadas y el segundo las palabras); Por qué nadamos (Geoplaneta, 2021), de Bonnie Tsui, consumada nadadora y, leo en la pestaña, “la primera mujer en surfear Mavericks”, que no es esquivar a Tom Cruise sino negociar (siempre por la derecha) la ola más salvaje de California; The Swimmer as Hero (University of Minesota Press, 2000), el gran, maravilloso libro de culto sobre la natación literaria, del británico Charles Sprawson, él mismo también nadador (y fetichista de la natación), y, ya en un exceso de ambición, L’homme et la mer (Arthaud, 2004), las memorias del campeón de apnea (150 metros en modalidad sin límites) Umberto Pelizzari, el heredero de Jacques Mayol y Enzo Maiorca, los de El Gran Azul. Me animaba que Pelizzari confiesa haber tenido miedo al agua de pequeño hasta que su madre lo tiró literalmente a la piscina y su fobia se convirtió en pasión (o eso o se ahogaba, imagino).
Pertrechado con toda esa biblioteca acuática desembarqué frente al chiringuito Pelayo dispuesto a lidiar con Neptuno. La primera decisión fue si usar o no bañador. Al respecto, los libros dan por sentado que lo llevas, aunque dejan a tu elección depilarte, que se juzga conveniente no solo para deslizarte mejor, sino para “sentir el agua”. Sprawson por su parte recuerda que muchos de los grandes nombres históricos de la natación nadaban en pelota picada (como Benjamin Franklin) y de hecho lo hacía todo el mundo antes de la época victoriana que trajo consigo la popularización del baño y ya mucho más tarde el Speedo. En todo caso, hasta 1938, en el Estado de Nueva York era obligatorio para los hombres que el bañador te cubriera el pecho. No me resisto a recordar el caso del excéntrico Robert Hawker, luego vicario de Morwenstow, que se sentaba sin ropa en una roca junto al mar con las piernas envueltas en pieles, cantando y haciéndose pasar por una sirena. En los Juegos Olímpicos clásicos, los griegos nadaban desnudos desde que un tal Orsipus dejó caer su túnica y consiguió ganar con ventaja. Sea como fuera, yo decidí usar traje de baño, que para las clases parecía más serio.
Un problema básico es que no puedes nadar con un libro en la mano, aunque ciertamente uno de los grandes nadadores acreditados en la Antigüedad, Julio César (por no hablar de Tiberio y sus pececillos de Capri), escapó de sus enemigos en Alejandría en el 48 antes de Cristo (lo cuenta Plutarco, que también describe el primer chaleco salvavidas de corcho) lanzándose al mar y nadando con una mano mientras llevaba sus pertenencias en la otra; claro que él era Julio César, que no se arredraba ante nada (“¡y César saldrá!”). Así que hay que nadar con las lecturas interiorizadas.
He de decir que de poco me ha servido Inmersión total, que promete enseñar a “nadar sin esfuerzo” con ”la elegancia de un pez” y se abre con la esperanzadora confesión “no siempre fui un nadador inteligente”, pero que me ha resultado muy árido, un defecto grave sin duda en un libro de natación. Me he hecho un lío con la longitud de brazada (LB) y conceptos como “recuerde que el cuerpo en el agua es como un balancín desequilibrado, con el fulcro (?) situado entre la cintura y el esternón” y “lo que necesita es conocer el modo de subir las caderas al lugar donde corresponde”.
Mucho más útil ha sido Por qué nadamos, publicitado como “carta de amor al agua”, aunque aporte datos inquietantes como que cada hora, según la Organización Mundial de la Salud, se ahogan más de cuarenta personas en el mundo, y recuerde, de manera innecesaria para mí, que “el que uno sepa nadar no significa por supuesto que no vaya a ahogarse”. Pero Bonnie Tsui me ha robado el corazón con sus alusiones al conde Almásy y la Cueva de los Nadadores pintados que sale en El paciente inglés, su búsqueda de los albores de la natación prehistórica con el paleontólogo Paul Sereno, y la consideración: “Nadamos para no hundirnos, pero luego el agua puede ser algo más para nosotros”. Eso me ha hecho pensar en dos de las historias más bonitas de natación que conozco, la de cómo mi abuelo, marino de guerra, enseñó a nadar a mi abuela, ya una señora crecidita: llevándola a hombros entre las olas, y la de la niña que se enamoró de un compañero de clase porque se parecía al protagonista de Flipper.
Tsui, cuyos padres se conocieron en una piscina, lo que ya es predestinación, nos lleva con ella (metafóricamente por suerte) a nadar desde Alcatraz (La Roca) a San Francisco (en 45 minutos), a participar en una prueba de resistencia en Islandia, a conocer a personajes como Kim Chambers, “la mejor nadadora del mundo”, que ha hecho lo que se conoce como los Siete Océanos —canal de la Mancha, estrecho de Gibraltar, canal de Molokai (donde uno de cada seis nadadores se encuentra con tiburones), lago Tahoe, estrecho de Cook, de Tsugaru, y canal del Norte desde Irlanda hasta Escocia—, a Gudlaugur Fridborsson, la foca humana; al nadador en hielo Ram Barkai, al que una vez hubo que descongelarle las pestañas, al extravagante club de los nadadores en la piscina de Sadam Husein tras la invasión de Iraq por los EE UU y al psicólogo de los Navy SEAL, cuyo mantra es “nada como un delfín, piensa como un SEAL”; se ve que se te pasa el miedo si te centras en el objetivo de la misión, pero ¿y si el objetivo de la misión es vencer el miedo? Los nadadores que han nadado sobre profundidades de más de mil metros, apunta Tsui, lo comparan a estar en el cielo y hablando con el diablo a la vez: reconozco la sensación. El mar “es un medio adecuado para enfrentarse a los miedos de la insondable mente humana”, señala la nadadora; “meterse en el agua es un pequeño desafío a la muerte”. “Fluidez”, “mente azul”, “ensoñación marina” son algunos de los bonitos conceptos que baraja Bonnie T., aparte de apuntar que los antiguos egipcios ya practicaban el crol.
En cuanto a Pelizzari, poco tenemos en común pese a que ambos hemos visitado en su monasterio chino a los monjes shaolín (a él le sirvió para exprimir decisivamente sus capacidades mentales y físicas). El gran apneísta halla libertad y paz no ya en la superficie del mar, sino a 100 metros de profundidad: se encuentra en armonía total donde uno no sentiría sino asfixia.
En realidad, mi gran baza natatoria ha sido The Swimmer as Hero, con el que no he mejorado un ápice la natación, pero me lo he pasado estupendamente leyéndolo en el Pelayo y bebiendo hierbas. El libro, que es el único que escribió Sprawson, fallecido el año pasado a los 78 años, constituye una apasionada, documentadísima y personalísima historia cultural de la natación y de la psicología del nadador. Se titulaba originalmente Haunts of the Black Masseur, Las guaridas del masajista negro, una alusión al turbador cuento homoerótico, sadomaso y caníbal de Tennesse Williams Desire and the Black Masseur. Sprawson confiesa su admiración por Williams (no confundir con Esther Williams, que también sale), que era un apasionado y consumado nadador con una libido cuando menos curiosa. La simpatía por el escritor le llevó a Sprawson a nadar en los sitios en que el autor de Un tranvía llamado Deseo lo hacía, desde las aguas del Lido de Venecia a las playas de Santa Mónica y Barcelona, y, saltando la valla, hasta en la propia piscina del dramaturgo, en su casa abandonada en Key West (no es raro que a Philip Hoare le guste Sprawson).
Como decía, The Swimmer as Hero es una delicia. Por sus páginas aparecen nadadores tan inesperados como el escalador George Mallory, Lawrence de Arabia, Wittgenstein, el mayor Francis Yeats-Brown (autor de Un lancero bengalí), Akira Kurosawa (estilo samurai, y no es broma; en cambio Mishima no aprendió a nadar hasta los 26 años) o el príncipe alemán Hermann von Pückler-Muskau, que nadaba voluptuosamente en el Nilo mientras desde una barca sus sirvientes batían el agua con los remos para ahuyentar a los cocodrilos. Menos sorprendente es que salgan Paddy Leigh Fermor, con su cruce del Helesponto Byron style perturbado por los submarinos rusos, Jack London, Poe, Zelda Fitzgerald y Hans Hass; aunque no lo que explica Sprawson del austriaco autor de Manta, diablo del Mar Rojo: que cuando tenía un problema en el agua recitaba la famosa balada de Goethe Der Taucher como un talismán.
Por supuesto, el libro dedica muchas páginas a la tradición inglesa esencializada en Lord Byron y uno de cuyos hitos, el opúsculo The art of swimming in the Eton style (en Eton nadar leyendo a Píndaro era un punto, como los azotes), me llevé impreso en hojas que una ráfaga de viento desperdigó por todo Migjorn haciendo competencia a las gaviotas de Audouin y a los chorlitejos. Sprawson contrapone a Byron, que nadaba, él sí, como un pez (en Venecia lo hacía con una antorcha en la mano para que lo vieran los gondoleros) y encontraba en la natación la compensación a su cojera, con Shelley, que no sabía nadar y así le fue. Al poeta ahogado en el naufragio de su barco Don Juan/Ariel en la costa de Viareggio (por cierto, con un libro en la mano) le encantaba el agua, una mala combinación si no te esfuerzas un poquito por aprender ni que sea braza. Otros que nadaban entusiásticamente eran Swinburne, diríase que lo llevaba en el nombre, Rupert Brooke y Flaubert.
En todo caso, las dos figuras fundamentales en la historia de la natación le parecen a Sprawson Annette Kellerman, que empezó en musicales acuáticos en tanques de cristal, se convirtió en campeona en su Australia natal y atraía multitudes en sus exhibiciones natatorias (dijo aquello tan bonito: “Estoy segura de que jamás ha existido un aventurero o descubridor que no supiera nadar”). Y el capitán Matthew Webb, que afrontó peligros sin cuento en valientes nataciones por todo el mundo y cruzó en 1875 el primero el canal de la Mancha (haciendo zigzag y mientras desde una barca le tocaban Rule Britannia) antes de ahogarse en los rápidos bajo las cataratas del Niágara en 1883.
Mi natación no está mejorando, ni me parece que esté superando los traumas de mi Helesponto particular, pero hay que ver lo que he ganado en conversación y qué acompañado se siente uno con tanta gente ilustre en el agua.
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