Secuestro en Colombia, el regreso del gran trauma nacional
La guerrilla del ELN se resiste a renunciar a una práctica que ha dejado más de 50.000 víctimas en las últimas décadas
Luis Eladio Pérez duró casi siete años secuestrado en las selvas de Colombia por guerrilleros de las extintas FARC, de 2001 a 2008. En Infierno verde, el libro que publicó después de recuperar la libertad, confiesa que contempló la idea de quitarse la vida. En varios momentos de ese prolongado cautiverio pensó que valía más muerto que vivo, pues la angustia de su familia le llegaba al fondo del alma y había adquirido seguros por el dinero suficiente para ayudarla a superar ese difícil trance. Pasó largos años encadenado, sufrió leishmaniasis y un infarto. “Las condiciones eran absolutamente inhumanas”, e incluían “torturas físicas y emocionales indescriptibles”, declaró tiempo después, en su calidad de víctima, ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).
Luis Eladio, como todos lo conocen, es uno de los casos más notorios de un flagelo que en Colombia se convirtió en epidemia. El secuestro, uno de los crímenes más crueles y repudiados por la sociedad, vuelve a agitar el debate público por cuenta de las acciones del ELN. La última guerrilla en armas tardó 12 días en liberar, la semana pasada, al padre del futbolista Luis Díaz, mantiene a unos 30 rehenes en su poder y es reacia a abandonar esa práctica, a pesar de estar sentada en una mesa de diálogos con delegados del presidente Gustavo Petro.
Los negociadores del Gobierno tuvieron que recordar en un comunicado que es un crimen que ultraja cruelmente la dignidad humana, provoca inmenso sufrimiento a las familias y vulnera la humanidad del secuestrado en su más profunda intimidad. El secuestro “ocasiona un grave daño a la confianza de la sociedad colombiana sobre la posibilidad de alcanzar la paz”, apunta el documento firmado por los delegados, quienes reconocen que “genera odios difícilmente superables contra sus perpetradores, es un delito continuo –ya que se prolonga más allá́ del acto mismo de la retención–, genera una angustia permanente para el secuestrado y sus seres queridos y un rechazo total por parte de la comunidad nacional e internacional”.
Las cadenas del secuestro se siguen cargando después de recuperar la libertad, explica el informe final de la Comisión de la Verdad. Los impactos físicos, psicológicos y económicos han sido permanentes para la mayoría de las víctimas y han cambiado su manera de ser, sentir y hasta de relacionarse con los otros. El secuestro cambió su manera de vivir y de ver la vida. Es una herida abierta que nunca ha cicatrizado. El informe final lo califica como “una muerte suspendida”. Para el padre jesuita Francisco de Roux, quien presidió la comisión, es “el crimen que más rompió y dividió a los colombianos”.
Conocer el número total de víctimas no ha sido una tarea fácil. Varias instituciones han hecho sus mediciones. Hace unos años, una investigación del Centro Nacional de Memoria Histórica, consignada en el informe Una sociedad secuestrada, documentó 39.058 personas secuestradas por lo menos una vez en 40 años. La Comisión de la Verdad elevó esa cifra a por lo menos 50.770 en el marco del conflicto armado entre 1990 y 2018, aunque calcula que el subregistro puede catapultar el universo de víctimas hasta 80.000 casos. La principal responsable ha sido la extinta guerrilla de las FARC, con un 40% de los casos, seguida de los grupos paramilitares (24%) y el ELN (19%), que perpetró 9.538 secuestros en ese lapso.
A partir de la década de los setenta, el secuestro comenzó a hacerse más recurrente y extenderse por todo el país. En los ochenta aumentó, y aunque disminuyó temporalmente después de la Constitución de 1991, experimentó un aumento exponencial entre 1996 y 2002.
La dimensión del fenómeno se reflejó con crudeza por cerca de dos décadas en Las voces del secuestro, un espacio radial al que acudían de madrugada los familiares de personas secuestradas para enviarles mensajes de aliento a sus seres queridos, muchos de ellos atrapados en la profundidad de la selva. El programa adquirió gran notoriedad al comienzo del siglo, cuando el tema estaba en el tope de la agenda pública tanto por los numerosos secuestros extorsivos por parte de distintos grupos, como por los plagios de políticos y militares perpetrados por las FARC. El rechazo al secuestro sacó a las calles a millones de personas en marchas multitudinarias.
Justamente los prolongados secuestros de políticos, con el propósito de forzar un intercambio con el Gobierno, fue uno de los crímenes más crueles de las FARC. Esa estrategia se intensificó en el ocaso del gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002), tras la fallida negociación de El Caguán. Las familias de los plagiados presionaron incansablemente al Ejecutivo de Álvaro Uribe (2002-2010) para conseguir un acuerdo humanitario que nunca llegó. El doloroso capítulo de los secuestros políticos, que conmocionó a una sociedad asolada por todo tipo de violencias, se saldó con 13 muertos, ocho entregas unilaterales –entre ellas la de Luis Eladio Pérez–, 15 rescatados por el ejército –entre ellos Ingrid Betancourt– y dos fugados. Muchos de los sobrevivientes escribieron libros contando los detalles de su cautiverio.
Después de firmar la paz, las FARC han reconocido que secuestraron como una táctica de guerra y han pedido perdón. Fue una práctica “sistemática y masiva” durante al menos 30 años, entre 1982 y 2012, afirmó la JEP al imputar en 2021 a la antigua cúpula guerrillera por una serie de crímenes de guerra y de lesa humanidad relacionados con la privación de la libertad de civiles y militares. Es uno de los grandes procesos –o ‘macrocasos’– más avanzados en el sistema de justicia transicional.
Cuando se sentaron a negociar en La Habana, las FARC ya habían renunciado a esa práctica. “Al ELN comparto una autocrítica que Jacobo Arenas y Alfonso Cano [líderes históricos de las FARC] nos inculcaron y tarde atendimos: el secuestro es inhumano, antipolítico e innecesario”, escribió en X la semana pasada Rodrigo Londoño, Timochenko, el comandante guerrillero que firmó el acuerdo de paz.
“La práctica de las guerrillas que más ha contribuido a la derechización de Colombia es el secuestro”, apuntaba este fin de semana la periodista Marta Ruiz, que fue comisionada de la Verdad. “El país, y no solo el establecimiento, rechaza frontalmente ese comercio humano con la libertad y la dignidad de las personas. Rechaza que se involucre a civiles en una guerra eterna en la que no tienen nada que ver. Por tanto, si esa guerrilla no deja el secuestro es por decisión política y no por necesidad económica. Se reservan el secuestro como un arma para el chantaje, como una ventaja militar a su favor, para presionar el logro de sus difusos objetivos políticos”, señalaba.
La última guerrilla en armas insiste en que las “retenciones” hacen parte de sus “operaciones de finanzas”, a pesar de que es una violación del cese al fuego ya pactado –y está prohibido por el Derecho Internacional Humanitario–. Ese ha sido un obstáculo recurrente en los intentos por negociar la paz. “Es insostenible argumentar, desde un punto de vista ético, que comerciar con seres humanos es lícito, aun bajo las condiciones de un conflicto armado”, han respondido los negociadores del Gobierno. El clamor contra el secuestro ha resurgido en la sociedad colombiana, un grito fuerte y claro. El ELN sigue renuente a escucharlo.
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