Victoria Camps: “La obligación de cuidar nos afecta a todos”
La necesidad de atender a los más vulnerables ocupa el nuevo ensayo de la filósofa, una preocupación que la pandemia ha colocado en el centro de la cultura contemporánea
Hay una pregunta kantiana que, según Victoria Camps, sigue vigente: ¿qué debo hacer? Sin ella, añade, no hay ética posible. Desde finales del siglo pasado, la ética ha ganado peso en la filosofía. No en vano se habla de un “giro ético”. Aparece en corrientes tan diversas como el neomarxismo de la Escuela de Fráncfort o el neoaristotelismo de Alasdair MacIntyre. Entre los pensadores españoles destacan Javier Muguerza o Adela Cortina, además de la propia Victoria Camps (Barcelona, 1941), catedrática emérita de Filosofía Moral y Política en la Universidad Autónoma de Barcelona. Su último libro, Tiempo de cuidados (Arpa), plantea la necesidad de una ética basada en el deber. Parte de la evidencia de que el cuidado a los demás, que antes se consideraba un asunto familiar y reservado a las mujeres, debe ser visto como un deber y un derecho público. El libro asume que se han producido cambios sociales evidentes como la emancipación de la mujer o el aumento de la longevidad. De ahí que preste atención a la vejez, la soledad y la muerte.
“Hablar de ética es hablar, sobre todo, de deberes”, sostiene la filósofa en una entrevista en su casa de Barcelona. El giro ético se centró primero en el contenido de la moral, pero poco a poco fue centrándose en la ética aplicada: “Aparece en pensadores como Rawls o Habermas, e incluso en la mayoría de los posmodernos. Se trata de la ética de las profesiones: la de los negocios, la bioética, la de la comunicación. Atiende al deber de alguien en el conjunto de su actividad” sin perder de vista que la ética siempre se da en relación con otro; por ahí el deber se hermana con el derecho.
“No cabe hablar de los deberes sin tener en cuenta que hay derechos que deben ser garantizados”, señala Camps. “Para que el derecho a ser cuidado sea efectivo, alguien tiene que tener el deber de cuidar. Un deber que afecta a todos. El cuidado implica siempre a otro”, para recibirlo o para darlo. Queda por decidir quién tiene que garantizar la satisfacción de ese derecho.
“En la sociedad patriarcal se da por sentado que es obligación de la mujer, dentro de la familia. Hoy el cuidado es un valor nuevo, no siempre reconocido. Tampoco la ética le había prestado atención, debido a que se daba en el ámbito doméstico. No era un trabajo considerado productivo y, por tanto, tampoco remunerado. Quedaba en el mundo de lo reproductivo. ¿Es justo? No. Precisamente la ética del cuidado insiste en que la obligación afecta a todos. El cuidado establece una relación muy personal y por eso no puede quedar sólo en manos de los poderes públicos”. La Administración, sostiene Camps, tiene sus obligaciones respecto a la protección de las personas que necesitan cuidados, pero no puede ser la única responsable. “El cuidado de los niños implica a los padres. Hay canguros, guarderías, escuelas, pero los padres también intervienen. Se cuida a los niños, los mayores, los enfermos, los discapacitados, los dependientes”.
“En el cuidado a los mayores”, sigue, “se ha improvisado mucho, como se ha visto en la pandemia. El cuidado a la infancia se fue encarrilando hasta la escolarización universal (en los Estados de bienestar, claro)”. No ocurre lo mismo con los dependientes, término que prefiere a la expresión “gente mayor”, porque “la edad no es lo definitorio en la necesidad de cuidados. Tendemos a cuantificar, y eso dificulta las cosas. A partir de los 65 años uno es viejo y se jubila. No. Depende de muchos otros factores. En la pandemia hemos considerado a los mayores como un colectivo homogéneo. Pero hay elementos más determinantes, como la salud”. Especialmente cuando el individuo se encuentra solo.
Hay soledades muy diferentes. A Camps le preocupa especialmente la soledad al final de la vida. “Hay personas que viven solas por decisión o por las circunstancias, pero se valen por sí mismas. Esa soledad no es grave. Al final de la vida sí, sobre todo si va acompañada de pobreza o dependencia, que la agravan”.
La vejez no es un asunto frecuente entre los filósofos. Tampoco a la sociedad le gusta hablar de ello. Como dijo Jonathan Swift, “todo el mundo quiere vivir muchos años, pero nadie quiere llegar a viejo”. Una excepción es Simone de Beauvoir: “Su libro La vejez es, desde una perspectiva filosófica, el más completo. La vejez es una situación silenciada. No se habla de ella. Tampoco de la muerte, aunque de ésta los filósofos se han ocupado algo más. De la vejez, apenas. Tal vez sea porque es un problema actual” aún no asumido como tal. Algunas leyes recientes incluyen la perspectiva de género, pero no la de edad. “Hay leyes sobre la vejez, pero no hay una perspectiva desde la vejez”, de ahí que no se tenga en cuenta la necesidad del cuidado. Hacerlo podría, sin embargo, cambiar la perspectiva social.
Se piensa en el individuo como un ser “racional y autónomo”. No es así: “Somos interdependientes. Nacemos dependientes y nos convertimos otra vez en dependientes cuando se acerca la muerte. Y a lo largo de la vida lo somos también en ocasiones. Esto la modernidad no lo tuvo en cuenta”.
El cuidado de los ancianos quedó relegado a las familias o a la caridad: “Los primeros asilos los gestionan las iglesias, luego las entidades benéficas. El Estado tardó mucho en entrar y aún estamos lejos de tener el asunto resuelto”, pero el cuidado de los necesitados no es cosa de la caridad, sino de la justicia, de la que sólo se puede hacer cargo el Estado. “Los individuos podemos practicar la caridad, pero no aplicar la justicia. Del cuidado, en cambio, podemos y tenemos que hacernos cargo todos. La Administración hará residencias tal vez excelentes, pero no podemos pedirle que haga compañía a las personas que se sienten solas al final de su vida”, porque el cuidado de los demás es una actividad que, cita Camps a Aristóteles, se relaciona con el alma sensitiva, no con el alma racional.
Tiene muy presente a Carol Gilligan, una psicóloga que estudió la formación de la conciencia moral en la infancia. Creía que Lawrence Kohlberg, su maestro, tenía una visión masculina, plasmada en un estudio sobre la respuesta de niños y niñas a un dilema: un hombre necesita un medicamento para su mujer enferma y no tiene dinero para comprarlo. ¿Sería justo robarlo? Niños y niñas daban una respuesta diferente. “El pensamiento masculino percibe dos normas en conflicto; el femenino percibe la necesidad de paliar el sufrimiento, el sentimiento por encima de la racionalidad de la ley, porque el cuidado está más cerca del sentimiento que de la razón”, resume Camps. No es que hombres y mujeres sean diferentes, sino que la cultura y la tradición llevan a las niñas a valorar aspectos que los hombres omiten. “El feminismo radical recibió muy mal estos estudios”, señala Camps, “no quería enfatizar el comportamiento tradicional femenino porque eso llevaría a que todo siguiera igual”. No acababa de entender que “hay valores que han sido más desarrollados por las mujeres y que no es negativo reivindicar que se conviertan en universales. Son valores necesarios. Gilligan insiste en que el cuidado es tan importante como la justicia, algo que la ética no había tenido en cuenta”.
La reflexión de Camps parte de la existencia de una población creciente con necesidad de cuidados y busca una solución ética en un mundo en transformación. “Los cambios en la estructura familiar y la incorporación de la mujer al mundo laboral hacen que ésta no pueda asumir en solitario el cuidado. Que la mujer no tenga tiempo porque trabaja es un progreso, pero la necesidad de cuidado no desaparece, así que hay que repartir esa función dentro de la familia, con el apoyo de la Administración. La emancipación, y no cabe marcha atrás, lo cambia todo y obliga a compartir las funciones”.
El envejecimiento de la población tiene aspectos positivos y otros negativos, razona. “La demencia es uno de ellos; la dependencia, otro. Es necesario apoyo procedente del Estado, que debe facilitar el cuidado. La conciliación es una vía, aún poco desarrollada”.
El cuidado deviene, pues, derecho y deber. “La ética contempla el conflicto entre el deber y el deseo. El hombre tiene deseos que quiere satisfacer de inmediato, pero la razón nos señala que no siempre tiene que ser así. Vivimos con otros. Somos sociales, lo que implica relacionarnos con los demás, atender a los demás. El deber no puede ser obviado, aunque no sea agradable”.
Frente a la rigidez de una ética de los principios, ella prefiere “la ética de las virtudes. El deber es una obligación impuesta (autoimpuesta), que mucha gente rechaza. La ética de las virtudes colabora en la formación del carácter. Se trata de formar la personalidad moral, que es al mismo tiempo la sensibilidad moral. Las virtudes se asientan en esa alma sensitiva. No hay aquí cálculo racional, sino acostumbrarse a un actuar, aunque sea difícil que la gente actúe contra sus deseos, algo que estimula la sociedad de consumo”.
El libro, insiste Victoria Camps, es “un libro feminista, quiere serlo”, aunque reconoce que “dentro del feminismo hay aún cierta tensión respecto al cuidado, por el miedo a que se cargue sobre la mujer cualquier deficiencia al respecto”, por eso recuerda el eslogan del primer feminismo: lo personal es político. El cuidado no es un asunto femenino, es un asunto universal, como aspiran a ser los valores morales.
Tiempo de cuidados. Victoria Camps. Arpa, 2021. 208 páginas. 17,90 euros.
LECTURAS
Ética cosmopolita
Llévame a casa
Crisis permanente
El nuevo contrato social entre generaciones
La revolución de los cuidados
Para los míos
La ciudad de los cuidados
Darkness Now Visible
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