Legitimidad histórica y ateología totalitaria
Al consumar su independencia, las naciones latinoamericanas escogieron como sistema de gobierno el republicano democrático. La experiencia imperial mexicana duró poco; en Brasil, la institución republicana terminó también por sustituir al imperio. La adopción de constituciones democráticas en todos los países latinoamericanos y la frecuencia con que en esos mismos países imperan regímenes tiránicos pone de manifiesto que uno de los rasgos característicos de nuestras sociedades es el divorcio entre la realidad legal y la realidad política. La democracia es la legitimidad histórica; la dictadura es el régimen de excepción. El conflicto entre la legitimidad ideal y las dictaduras de hecho es una expresión más -y tina de las más dolorosas- de la rebeldía de la realidad histórica frente a los esquemas y geometrías que le impone la filosofía política.Las constituciones de América Latina son excelentes, pero no fueron pensadas para nuestros países. En una ocasión las llamé camisas de fuerza; debo agregar que una y otra vez esas camisas han sido destrozadas por los sacudimientos populares. Los desórdenes y las explosiones han sido la venganza de las realidades latinoamericanas o, como decía Galdés, de, las costumbres, tercas y pesadas como montes y explosivas como volcanes. El remedio brutal contra los estallidos han sido las dictaduras. Remedio funesto, pues fatalmente provoca nuevas explosiones. La impotencia de los esquemas intelectuales frente a los hechos corrobora que nuestros reformadores no tuvieron la imaginación de los misioneros del siglo XVI ni su realismo. Impresionados por la ferviente religiosidad de los indios, los padrecitos buscaron y encontraron en las mitologías precolombinas puntos de intersección con el cristianismo Gracias a estos puentes fue posible el tránsito de las viejas religiones a la nueva. Al indianizarse, el cristianismo se arraigó y fue fecundo. Algo semejante deberían haber intentado nuestros reformadores.
Intentos de reconciliación
No han sido numerosas las tentativas por reconciliar a la legitimidad formal con la realidad tradicional. Además, casi todas han fracasado. La más coherente y lúcida, la del APRA. peruano, se agotó en una larga lucha que, si fue una ejemplar contribución a la defensa de la democracia, acabó por dilapidar sus energías revolucionarias. Otras han sido caricaturas, como el peronismo, que colindó en un extremo con el fascismo a la italiana y en el otro con la demagogia populista. El experimento mexicano, a pesar de sus, fallas, ha sido el más logrado, original y profundo. No fue un programa ni una teoría, sino la respuesta instintiva a la ausencia de programas y teorías. Como todas las verdaderas creaciones políticas, fue una obra colectiva destinada a resolver los problemas particulares de una sociedad en ruinas y desangrada. Nació de la revolución de México, un movimiento que había arrasado las instituciones creadas por los liberales en el siglo XIX y que se habían transformado en la más cara de la dictadura de Porfirio Díaz.
Este régimen, heredero del liberalismo de Juárez, era una suerte de versión mestiza -combinación de caudillismo, liberalismo y positivismo- del despotismo ilustrado del siglo XVIII. Como ocurre con todas las dictaduras, el porfiriato fue incapaz de resolver el problema de la sucesión, que es el de la legitimidad: al envejecer el caudillo, el régimen anquilosado intentó perpetuarse. La respuesta fue la violencia. La rebelión política se transformó casi inmediatamente en revuelta social.
Los revolucionarios, una vez alcanzada la victoria, aunque no sin titubeos y vacilaciones, vencieron a la tentación que asalta a todas las revoluciones triunfantes y las acaba: resolver las querellas entre las facciones por la dictadura de un césar revolucionario. Los mexicanos lograron evitar este peligro, sin caer en la anarquía o en la guerra intestina, gracias a un doble compromiso: la prohibición de reelegir a los presidentes cerró la puerta a los caudillos; la constitución de un partido qué agrupa a los sindicatos obreros y a las organizaciones de los campesinos y de la clase media aseguró la continuidad del régimen. El partido no fue ni es un partido ideológico ni obe dece a una ortodoxia; tampoco es una vanguardia del pueblo ni un cuerpo escogido de militantes. Es una organización abierta más bien amorfa, dirigida por una burocracia política surgida de las capas populares y medias.
Así, México ha podido escapar, durante más de medio siglo, a esa fatalidad circular que consiste en ir de la anarquía a la dictadura, y viceversa. El resultado no fue la democracia, pero tampoco el despotismo, sino un régimen peculiar, a un tiempo paternalista y popular, que poco a poco -y no sin tropiezos, violencias y recaídas- se ha ido orientando hacia formas cada vez más libres y democráticas. El proceso ha sido demasiado lento y el cansancio del sistema es visible desde hace varios años. Después de la crisis de 1968, el régimen emprendió, con realismo y cordura, ciertos cambios que culminaron en la actual reforma política. Por desgracia, los partidos independientes y de la oposición, aparte de ser claramente minoritarios, carecen de cuadros y de programas capaces de sustituir al partido en el poder desde hace tantos años. El problema de la sucesión vuelve a plantearse como en 1910: si no queremos exponernos a gra ves daños, el sistema mexicano de berá renovarse a través de una transformación democrática interna ... No puedo detenerme más en este tema. Le he dedicado varios ensayos, recogidos en El ogro filantrópico, y a ellos remito a mis lectores.
Algunas excepciones
La historia de la democracia latinoamericana no ha sido únicamente la historia de un fracaso. Durante un largo período fueron ejemplares las democracias de Uruguay, Chile y Argentina. Las tres, una tras otra, han caído, reemplazadas por Gobiernos militares. La democracia colombiana, incapaz de resolver los problemas sociales, se ha inmovilizado en un formalismo; en cambio, después del régimen militar, la peruana se ha renovado y fortalecido. Pero los ejemplos más alentadores son los de Venezuela y Costa Rica, dos auténticas democracias. El caso de la pequeña Costa Rica, en el corazón de la revoltosa y autoritaria América Central, ha sido y es admirable.
Para terminar con este rápido resumen, es significativo que la frecuencia de los golpes de Estado militares no hayan empañado nunca la legitimidad democrática en la conciencia de nuestros pueblos. Su autoridad moral ha sido indiscutible. De ahí que todos los dictadores, invariablemente, al tomar el poder, declaren solemnemente que su Gobierno es interino y que están dispuestos a restaurar las instituciones democráticas apenas lo permitan las circunstancias. Pocas veces cumplen su promesa, es cierto. No importa: lo que me parece revelador y digno de subra yarse es que se sientan obligados a hacerla. Se trata de un fenómeno capital y sobre cuya significación pocos se han detenido: hasta la segunda mitad del siglo XX nadie se atrevió a poner en duda que la democracia fuese la legitimidad histórica y constitucional de América Latina. Con ella habíamos nacido y, a pesar de los crímenes y las tiranías, la democracia era una suerte de acta de bautismo histórico de nuestros pueblos. Desde hace veinticinco años, la situación ha cambiado, y ese cambio requiere un comentario.
El movimiento de Fidel Castro encendió la imaginación de muchos latinoamericanos, sobre todo estudiantes e intelectuales. Apareció como el heredero de las grandes tradiciones de nuestros pueblos: la independencia y la unidad de América Latina, el antiimperialismo, un programa de reformas sociales radicales y necesarias, la restauración de la democracia. Una a una se han desvanecido estas ilusiones.
El proceso de degeneración de la revolución cubana ha sido contado varias veces, incluso por aquellos que participaron en ella directamente, como Carlos Franqui, de modo que no lo repitiré. Anoto únicamente que la desdichadá involución del régimen de Castro ha sido el resultado de la combinación de varias circunstancias: la personalidad misma del jefe revolucionario, que es un típico caudillo latinoamericano en la tradrción hispano-árabe; la estructura totalitaria del Partido Comunista cubano, que fue el instrumento político para la imposición forzada del modelo soviético de dominación burocrática; la insensibilidad y la torpe arrogancia de Washington, especialmente durante la primera fase de la revolución cubana, antes, de que fuese confiscada por la burocracia comunista, y, en fin, como en los otros países de América Latina, la debilidad dé nuestras tradiciones democráticas.
La ascendencia de Cuba
Esto último explica que el régimen, a pesar de que cada día es más palpable su naturaleza despótica y más conocidos los fracasos de su política económica y social, aún conserve parte de su inicial ascendencia entre los jóvenes universitarios y algunos intelectuales. Otros se aferran a estas ilusiones por desesperación. No es racional, pero es explicable: la palabra desdicha, en el sentido moral de infortunio y también en el material de suma pobreza, parece que fue inventada para describir la situación de la mayoría de nuestros países. Además, entre los adversarios de Castro se encuentran muchos empeñados en perpetuar esta situación terrible. Enemistades simétricas.
Ya señalé que las dictaduras latinoamericanas se consideran a sí mismas regímenes interinos de excepción. Ninguno de nuestros dictadores, ni los más osados, ha negado la legitimidad histórica de la democracia. El primer régimen que se ha atrevido a proclamar una legitimidad distinta ha sido el de Castro. El fundamento de su poder no es la voluntad de la mayoría expresada en el voto libre y secreto, sino una concepción que, a pesar de sus pretensiones cientÍficas, tiene cierta analogía con el mandato del cielo de la antigua China. Esta concepción, hecha de retazos del marxismo (del verdadero y de los apócrifos), es el credo oficial de la Unión Soviética y de las otras dictaduras burocráticas. Repetiré la archisabida fórmula: el movimiento general y ascendente de la historia encarna en una clase, el proletariado, que lo entrega a un partido que lo delega en un comitá que lo confía a un jefe.
Castro gobierna en nombre de la historia. Como la voluntad divina, la historia es una instancia superior inmune a las erráticas y contradictorias opiniones de las masas. Sería inútil tratar de refutar esta concepción: no es una doctrina, sino una creencia. Y una creencia encarnada en un partido cuya naturaleza es doble: es una iglesia y es un ejército. El apuro que sentirnos ante este nuevo oscurantismo no es esencialmente distinto al que experimentaron nuestros abuelos liberales frente a los ultramontanos de 1800. Los antiguos dogmáticos veían en la monarquía a una institución divina, y en el monarca, a un elegido del Señor; los nuevos ven en el partido a un instrumento de la historia, y en sus jefes, a sus intérpretes y voceros. Asistimos al regreso del absolutismo, disfrazado de ciencia, historia y dialéctica.
El parecido entre el totalitarismo contemporáneo y el antiguo absolutismo recubre, no obstante, diferencias profundas. No puedo en este escrito explorarlas ni detenerme en ellas. Me limitaré a mencionar la central: la autoridad del monarca absoluto se ejercía en nombre de una instancia superior y sobrenatural, Dios; en el totalitarismo, el jefe ejerce la autoridad en nombre de su identificación con el partido, el proletariado y las leyes que rigen el desarrollo histórico.
El jefe es la historia universal en persona
El Dios trascendente de los teólogos de los siglos XVI y XVII baja a la Tierra y se vuelve proceso histórico; a su vez, el proceso histórico encarna en este o aquel líder: Stalin, Mao, Fidel. El totalitarismo confisca las formas religiosas, las vacía de su contenido y se recubre con ellas. La democracia moderna había consumado la separación entre la religión y la política; el totalitarismo las vuelve a unir, pero invertidas: el contenido de la política del monarca absoluto era religioso; ahora la política es el contenido de la seudorreligión totalitaria. El puente que conducía de la religión a la política en los siglos XVI y XVII era la teología neotomista; el puente que en el siglo XX lleva de la política al totalitarismo es una ideología seudo-científica que pretende ser una ciencia universal de la historia y de la sociedad. El tema es apasionante, pero lo dejo: debo volver al caso particular de la América Latina...*
Tanto como la pretensión seudocientífica de esta concepción, es inquietante su carácter antidemocrático. No sólo los actos y la política del régimen de Castro son la negación de la democracia: también lo son los principios mismos en que se funda. En este sentido, la dictadura burocrática cubana es una verdadera novedad histórica en nuestro continente: con ella comienza no el socialismo, sino una legitimidad revolucionaria que se propone desplazar a la legitimidad histórica de la democracia. Así se ha roto la tradición que fundó a la América Latina.
*El lector interesado puede leer con provecho las reflexiones penetrantes y esclarecedoras de Claude Lefort en L' invention democratique. París, 1981.
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