Adiós a la crisis de legitimación
En mi caso, decir adiós a la crisis de legitimación es como decir adiós a una vieja amiga, a cuyo análisis y divulgación colaboré con cierto detenimiento en España a finales de los setenta, cuando el tema venía siendo recurrente en la literatura sociopolítica de uno y otro lado del Atlántico, y cobraba los visos de verosimilitud que hoy, en la cresta de la ola del reaganismo, ha perdido.Crisis de legitimación fue el título genérico con el que diversos autores, fundamentalmente alemanes y norteamericanos, denominaron el impasse al que se vio abocado el Welfare State tras el tremendo empujón desarrollista de la década de los sesenta. El argumento era, más o menos, como sigue: el crecimiento del capitalismo en los países avanzados, al brindar prosperidad a una mayoría de la población y extender deliberadamente el consumo, perdía a pasos agigantados el sustento ideológico que le había hecho funcionar desde la época del liberalismo clásico. Abandonado el panorama de la escasez, el señuelo para la disciplina social ya no podía ser la promesa de un bienestar futuro después de una vida de moral de trabajo, sacrificio y ahorro. Las viejas motivaciones colectivas hacían aguas y, en ese trance, el Estado intervenía de forma muy peculiar para suplir imperfectamente tal carencia. El Estado, en vista de que la lógica del mercado no se sostenía por sí misma, debía apuntalarla. Uno de los procedimientos para ello era liberarla de sectores enteros de población excedente, que pasaban a colaborar al equilibrio general, si bien al margen de la producción propia mente dicha. Medidas típicas a este respecto fueron las genero sas jubilaciones anticipadas, la ampliación del período educativo, con la oferta de programas de formación posgraduada y hasta posdoctoral, y la distribución no menos generosa de subsidios de desempleo. Sin embargo, el in cremento de tales sectores no di rectamente productivos, aparte de abrir agujeros negros en el erario público, trastocaba la correlación de fuerzas sociales y hacía patente un modelo de vida alternativo incompatible con el reparto de papeles de una economía capitalista. El Welfare State tenía que pechar con una contradicción estructural en su seno, que los más optimistas veían como el principio de un salto cualitativo de gran envergadura en la historia de las sociedades industriales. Mermado en lo más hondo -la legitimación o adhesión moral-, el capitalismo avanzado dejaría vislumbrar un mundo más cooperativo e igualitario.
Ha bastado el transcurso de una década para qué lo anterior se vea desprovisto de sentido. Y ello por una razón muy simple: porque la teoría de la crisis de legitimación daba por seguras dos notas que no lo eran en absoluto. A saber, que la economía iba a crecer linealmente y que el Welfare State era una realidad irreversible.
El primero de los supuestos se encargó de desmentirlo la profunda crisis económica desencadenada tras el alza del precio de los combustibles. A partir de ese momento, contar con la erradicación de la escasez y la inducción artificial al consumo pasaba a ser algo harto problemático. Agriadas las posibilidades de subsistencia cómoda, la búsqueda de un empleo estable se tornaba opción prioritaria, al margen de la crítica íntima a las penurias del sistema.
Pero lo que realmente nadie se esperaba es que la contradicción que aquejaba al Walfare State fuera a ser atajada mediante el radical expediente que Margaret Thatcher primero, y posteriormente Reagan y Kohl, han emprendido, esto es, la yugulación del propio Estado benefactor. Por supuesto que la opción era teóricamente concebible; lo que resultaba duro de creer es que tales políticas anti Welfare pudieran ponerse en práctica sin conflictos sociales serios. Pues bien, esto es justamente lo que ha sucedido, y no sólo eso, sino algo más: contra todo pronóstico inicial, tanto Thatcher como Reagan han conseguido ser reelegidos mediante triunfos electorales que han batido auténticos récords.
¿Qué ha pasado para que de la crisis de legitimación se haya evolucionado al conservadurismo rampante? Intentaré dar unas respuestas parciales desde el medio en el que con mayor propiedad he podido vivir el fenómeno, es decir, Estados Unidos, país que encuentro tan cambiado con respecto a mis años de doctorado, allá en la etapa final del Watergate y la Presidencia de Ford.
En efecto, residir de nuevo en Estados Unidos supone un penoso choque para quien guardaba de ellos el recuerdo de los coletazos de la contracultura. El ambiente de inquietud intelectual, y no digamos política, constituye la excepción, y el campus vuelve a ser un simple terreno de formación de elites y búsqueda de ascenso por parte de una juventud que remeda deliberadamente las
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actitudes y la estética de los años de Eisenhower. La cultura parece dominada por la gimnasia, la moda y la gastronomía. El recato y la etiqueta se afianzan en los atuendos y en las pequeñas ceremonias de la vida cotidiana bajo un raro velo de pudor institucional. Por fin, las gentes han ganado en agresividad en su trato y los servicios han perdido visiblemente eficiencia y calidad.
El gran heredero de la crisis de legitimación y la subsiguiente crisis económica ha sido el cinismo; pero se trata de un cinismo eficaz, cimentado en torno a la bandera común del sálvese quien pueda. Después de los años turbulentos, quizá se haya perdido la adhesión leal al Gobierno y la sociedad -la famosa ingenuidad norteamericana que preside incluso la revuelta estudiantil-. Pero el vigor de la una y el otro se ha recuperado por la simple fuerza de las cosas, Sin entusiasmo ni altruismo-, la sociedad norteamericana sencillamente lucha por la vida.
Todo ello va parejo con el progresivo minado del Welfare State, lo cual acontece en medio de un cúmulo de circunstancias que a veces deben más su subsistencia a la psicología colectiva y a la extensión de un sentimiento de inexorabilidad histórica, que a la base estructural en que se puedan sustentar. La principal circunstancia es la recuperación economica, frágil sin duda, y deudora, además, de coyunturas quebradizas, como la atracciónde capital líquido extranjero, pero que es sentida como triunfo por una clase media acomodada y relajada de impuestos que se arroga ubicuamente el protagonismo social. Acorde con esa menuda recuperación, la industria del consumo resplandece y, con ella, las ofertas de trabajo eventual y la sensación de movilidad y fluidez consustancial al pueblo americano. Así, el déficit monstruoso, la megalomanía armamentista y la política internacional de tensión se hacen olvidar alegremente. Los medios de comunicación, por su parte, incluido el New York Times, transmiten en sus desmayados contenidos esta imagen de mejor de los mundos, ignorando las arenas movedizas a sus pies. Y Reagan aparece como el adalid de tal onda de confianza. De ahí su triunfal reelección, que tiene mucho de acto de fe público y bastante menos de apoyo meditado a un programa.
¿Y los perdedores, o sea la izquierda y los grupos sociales más perjudicados por el nuevo rumbo? En primer lugar, quede claro que el reaganismo no tiene un apoyo unánime -Reagan obtuvo el 60% de los votos- y que los trazos generales que presentó son, por supuesto, un esbozo impresionista y no un análisis complejo. Sin embargo, sí que es verdad que el republicanismo ha tomado la delantera como oferta ideológica, logrando una mayor fuerza de arrastre que el partido demócrata, el cual se halla sumido en crisis tras los liderazgos de Carter y Mondale. En esto, el reaganismó se asemeja al conservadurismo noreuropeo: ambos han revigorizado el discurso político de la derecha, sacando partido del colapso ideológico y estratégico generalizado entre la izquierda y las fuerzas progresistas del Occidente anglosajón y germano.
Con todo, lo más difícil de explicar es la aparente aquiescencia de aquellos -minorías, parados, jubilados, obreros sin cualificar, pequeños empleados y agricultores, estudiantes sin recursos- que ven mermadas sus posibilidades con los criterios de supresión de subsidios y recorte presupuestario que Washington pone en marcha, sin beneficiarse en cambio con la política de congelación y hasta reducción de impuestos. Puestos a ofrecer un conato de explicación, hay que empezar por el sentimiento generalizado de inexorabilidad al que ya me he referido. Pero es necesario señalar otros factores, claro está. El más significativo de ellos es, probablemente, el hecho de que en Estados Unidos la política local -los logros, iniciativas, debates y querellas en términos de municipio, condado y Estado- reviste igual o mayor importancia que la política federal. La descentralización sociopolítica es patente y, de ese modo, la distribución de fuerzas y el balance de conquistas y retrocesos en el terreno de los movimientos sociales requiere una valoración mucho más sutil que la que pueda ofrecer el cariz de los gobernantes de la Administración central. Podría decirse con crudeza que las minorías ya no irrumpen violentamente en la calzada, sino que, ganada la campaña historica en pro de los derechos civiles, participan en las instituciones de la vida local, y es ahí donde los éxitos sectoriales pueden compensar la estrategia anti Welfare de Reagan.
Por otra parte, esta incorporación de los sectores minoritarios al tejido de la sociedad civil -la auténtica herencia de los sesenta- hace que se generen líderes y notables locales, los cuales ofrecen en sus respectivas comunidades un ejemplo de autopromoción que muchas personas pertenecientes a la misma minoría contemplan como estímulo. Aquí serían las expectativas de mejora individual las que frenarían eventuales tensiones.
Finalmente, es de destacar cómo el Gobierno y la amplia red de la industria cultural propician los anteriores rasgos, por lo que se ve con éxito. A este respecto, es perceptible la llamada a la participación de las minorías a través de datos simbólicos, como la creación de una nueva fiesta nacional norteamericana para conmemorar el aniversario del sacrificio de Martin Luther King, y el auténtico cortejo que la población negra recibe por parte de los mass-media y la publicidad (cosa inédita hasta muy recientemente, los spots publicitarios pensados para el público general utilizan con frecuencia personajes de raza negra en Papeles otrora reservados a los anglos).
He ofrecido unas pobres pinceladas acerca de Estados Unidos en la actualidad. Más allá de ellas, lo cierto es que el reaganismo vive en pleno esplendor, frustrando con su prepotente presencia las expectativas creadas en tomo a la teoría de la crisis de legitimación. El capitalismo más avanzado no sólo se recupera económicamente, sino que despliega un agresivo rearme ideológico de derecha. La situación, a tenor de sus débiles bases, no puede ser duradera, pero lleva sosteniéndose un lustro.
Desde una perspectiva de izquierda, creo que hay una lección principal a extraer: no conviene extasiarse con prolongaciones bienintencionadas del propio deseo; más bien hay que curarse de arrogancia, superando las viejas fórmulas y sabiendo convencer con proyectos concretos, de nuevo cuño ante circunstancias imprevisiblemente cambiantes.
Éste es el reto que la izquierda no ha podido solventar en el Reino Unido, Alemania Occidental y EE UU. En la Europa del Sur, donde gobierna la izquierda, el reto también persiste, a su manera, en el sentido de garantizar la credibilidad continuada de los partidos socialistas. Reinventar (relegitimar) la izquierda occidental, he aquí una tarea de futuro.
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