El reto de reedificar el kibutz Beeri a las puertas de Gaza: “Tenemos que volver. No queda otra”
Los miembros de esta comunidad masacrada por Hamás el 7 de octubre viven provisionalmente en un hotel y el verano próximo serán acogidos en otra localidad antes de que, pasados varios años, puedan regresar a sus casas
Rachel Shazar, que el sábado cumplió 97 años, observó por la ventana de su casa el ataque de milicianos de Hamás en la mañana del 7 de octubre. Esa mañana, el kibutz Beeri, que ella misma había fundado en 1946, se enfrentaba al momento más crítico de su historia. Un 10% de los 1.200 habitantes de esta comunidad levantada a tres kilómetros de Gaza fueron víctimas directas entre muertos, secuestrados y desaparecidos. Los supervivientes debaten estos días la mejor manera de sacar de la uvi al que estaba considerado uno de los kibutz más sólidos de Israel. Pero la matanza ha multiplicado la desconfianza de sus habitantes no solo en el vecino árabe, sino también en las propias fuerzas de seguridad israelíes que debían haberles protegido. Calculan que tardarán no menos de dos años —algunos hablan de hasta cinco— en regresar a un lugar donde hoy los destrozos son importantes y, además, es zona militar en la que el ejército, tras la semana de tregua, relanza ataques sobre la Franja, donde ha matado ya a más de 15.000 personas.
“Mis cinco hijos son el futuro de Beeri”, comenta Shai Friedman, de 45 años, nacida en este kibutz y nieta de Rachel Shazar, una de las dos fundadoras que sigue viva. Pero Friedman es de las que tiene serias dudas ahora mismo sobre si va a regresar a la que fue su casa hasta el 7 de octubre, cuando comenzó la actual guerra. “Volveré, o no, depende de lo segura que me sienta. No quiero retornar con miedo o pagando cualquier precio. La guerra no se puede cerrar en falso”, asegura.
La mujer vive en medio de un torbellino de reuniones y llamadas de teléfono en el hotel David, en Ein Bokek, a orillas del mar Muerto, donde, de manera provisional, se han instalado los habitantes de Beeri. Allí, asentados en el espíritu que sostiene a la comunidad, han votado qué hacer hasta que, en el verano de 2024, sean acogidos en la ampliación que se prepara en un kibutz similar, el Hatzerim, ubicado a las puertas de la ciudad de Beer Sheva y a una treintena de kilómetros de Gaza. La mayoría ha decidido seguir en el hotel hasta entonces.
Pero el David, lejos de ser un idílico complejo vacacional, es solo un refugio provisional donde, en el plazo más inmediato, la esperanza por los liberados en Gaza durante los días de alto el fuego convive con la incertidumbre por los que siguen allí secuestrados. El hotel se ha convertido, tras casi dos meses, en una parada intermedia y obligatoria que a algunos se les está atragantando con el paso de las semanas.
Hugo Wolaj, un profesor de secundaria de 46 años que sobrevivió con su mujer y sus tres hijas al ataque, explica que está buscando casa para alquilar durante los meses que restan antes de instalarse en Hatzerim. “Vivo en una montaña rusa de sentimientos”, afirma al tiempo que reconoce que sus hijas prefieren quedarse en el hotel, donde la convivencia familiar se está resintiendo. Habla de una “vida rota” entre las dos habitaciones que ocupan. Su hija Tamar, de 15 años, perdió a seis amigos próximos; la segunda, Yael, de 14, a su mejor amigo, Ido. “Las dos saben que no los van a volver a ver, pero tenemos que encontrar la forma de seguir viviendo”, defiende el padre.
Wolaj se aferra, sin embargo, al espíritu y fortaleza de Beeri como el salvavidas que permitirá reedificar la comunidad sobre los cimientos que vieron nacer este kibutz en 1946. “Hay gente que se quiere ir, pero te aseguro que no habrá sitio para acoger a todos los que quieren venir”, comenta refiriéndose al movimiento que, según él, se está generando como reacción al mayor ataque sufrido por Israel en sus 75 años de historia. Wolaj defiende la existencia de dos Estados y cree que los miembros de Hamás no serán más del 2% o 3% de los habitantes de Gaza. Pero, por otro lado, ve como un muro difícil de superar las simpatías que despiertan los milicianos, el hecho de que no cuenten con oposición y que “al que se atreva a hablar, lo maten”.
“No me ven como un ser humano”
Lo ocurrido le ha hecho replantearse su manera de pensar. “Yo siempre me he sentido más israelí que judío, pero a ellos (a Hamás) no les importa si soy ateo, no me ven como un ser humano, sino como un judío”, señala. “Si mi hija es feliz, no me importa que se case con un católico, con un musulmán… aunque ya hoy no lo veo tan así”, concluye.
Beeri es ahora un lugar militarizado donde, entre muchos escombros, apenas funciona lo básico para que su muerte como comunidad no sea definitiva. Así ocurre con los cultivos de cítricos o aguacates. Pero, sobre todo, con el principal negocio. Se trata de una imprenta fundada en 1950 y que da trabajo a 400 personas. Es famosa en todo Israel y esencial para que el país siga funcionando. De ella salen las tarjetas de crédito, los carnés de conducir o certificados oficiales. Por eso, apenas una semana después del ataque, volvió a ponerse en marcha pese a que el director, Ben Suchman, acababa de perder a su madre, Tammy Suchman, una de las activistas más famosas de Beeri y tía de Shai Friedman. Basta preguntar un poco en el hotel David para comprobar que el rastro de sangre de la carnicería del 7 de octubre no dejó a nadie ajeno.
Hasta ese día, 1.200 personas vivían en Beeri. La lista de muertos, hoy, asciende a 91. La última, anunciada a la comunidad el viernes, es Ofra Keidar, de 70 años, que permanecía como rehén en Gaza y cuyo cadáver sigue allí. Durante la tregua de una semana que se rompió el viernes fueron liberados 18 secuestrados de este kibutz. Hay, además, una decena que siguen en la Franja o pendientes de identificar entre los cuerpos acumulados en las morgues. Aunque no era residente, el español Iván Illarramendi, cuyo cadáver fue identificado el 8 de noviembre, trabajaba en la cocina de Beeri. “Lo veía todos los días. Un tipo fantástico del Athletic de Bilbao con el que yo solía practicar el español”, recuerda Wolaj, nacido en Argentina y llegado a Israel de adolescente.
Entre las 91 víctimas mortales se encuentra Vivian Silver, una de las más firmes, activas y conocidas defensoras de la convivencia con los palestinos. Su cuerpo carbonizado fue hallado dentro de su casa, una de las incendiadas en el kibutz durante el ataque de Hamás. “Va a ser difícil volver sin Vivian, sin Tammy…”, pronostica Hugo Wolaj. Ambas formaban parte de un programa conocido como Road to Recovery (Camino a la Recuperación), que permitía trasladar a palestinos de Gaza y Cisjordania para ser tratados en hospitales de Israel. “Será todo muy lento, pero lo conseguiremos”, afirma Ada, de 69 años, madre de Shai Friedman y hermana de Tammy Suchman, mientras ayuda a preparar cafés e infusiones en el hotel David. “Beeri era un paraíso”, redondea nostálgico a su lado su marido, Arnon, de 72 años e hijo de Rachel Shazar, la fundadora.
Israel tiene como objetivo fundamental acabar con el brazo político y militar de Hamás. Wolaj va más allá e insiste en que hay que eliminar cualquier vía de apoyo financiero, cerrar las cuentas y evitar que se lleve a cabo cualquier transacción internacional de fondos. “Tenemos que defendernos, volver a Beeri, a la frontera. No nos queda otra. Quiero un lugar tranquilo para mis hijas y para mis nietos”, anhela. Como Shai Friedman para sus cinco hijos y bisnietos de la fundadora, Hugo Wolaj busca que la generación de adolescentes de Beeri puedan mantener en el futuro la comunidad sin la sombra de un nuevo 7 de octubre.
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