Europa, amenazada
El impacto de la invasión de Ucrania y el avance de los ultras erosionan los enormes avances federales de la UE en el último trienio: en economía, salud, proyección social, energía y política exterior
El dramático trienio largo discurrido desde la pandemia ha sido sin embargo fecundo para Europa. La triple crisis —la sanitaria, la recesión económica, y la invasión de Ucrania agravando la inflación— ha provocado una profunda y fulgurante respuesta de signo federal, expansivo.
Y en múltiples campos: la política fiscal común, la protección social, la energía, la acción exterior y la defensa. Los Veintisiete han adoptado más de una cincuentena de medidas potentes y normas de calado, como se detalla en el libro colectivo del Movimiento Europeo La UE frente a la agresión a Ucrania (Catarata, 2022).
Pero esa dinámica se enfrenta hoy, a las puertas de la presidencia semestral española de la UE que se inicia mañana, a una situación viscosa. El desgaste de la triple crisis en tiempo tan breve —amén de otras menores, como la del solventado Brexit—, la desfavorable coyuntura internacional, la fatiga de los esfuerzos solidarios, y el fantasma del populismo de ultraderecha la amenazan.
Europa está amenazada porque la vecina Rusia empuña las armas contra sus valores y su proyección. Por la tenaza del duopolio de los grandes, Estados Unidos y China. Y por la evaporación de la esfera multilateral, en la que una potencia normativa como la Unión se mueve como pez en el agua (Anu Bradford, The Brussels effect: how the European Union rules the world, Oxford, 2020). Pero también por esos factores endógenos. Así que este semestre debería consolidar los logros del trienio e insuflar aliento a la dinámica federal.
La respuesta europea combinó distintas palancas: la activación de funciones apenas estrenadas (mutualización de deuda, por la vía extraordinaria del artículo 122 del Tratado de Funcionamiento de la UE —TFUE— para afrontar situaciones económicas excepcionales); un ejercicio expansivo de competencias propias, pero solo de apoyo (salud pública), trocándolas de facto en compartidas; y el desarrollo exponencial de las políticas exterior y de defensa: compra en común y envío de armamento, 11 paquetes de sanciones económicas internacionales...
La medida interna estrella ha sido el Plan de Recuperación Next Generation-EU (julio de 2020), con otros programas (el SURE, contra el desempleo), y apoyado por la expansión del BCE comprando bonos (1,35 billones). Por su cuantía, de 800.000 millones de euros para inversiones que aún hoy cuestan de digerir. Y porque se financia con deuda común, gestionada por un emisor único.
La mutualización implica además que las ayudas no se reparten “según el peso de cada socio”, sino por su necesidad; y son “redistributivas, pues benefician más a los de menor renta per capita y más endeudados”, como destacó el martes en Barcelona el economista Angel Berges en el homenaje del laboratorio de ideas EuropeG a Emilio Ontiveros.
Pero no solo se queda en lo macro, sino que sirve para configurar una política de modernización industrial más armonizada (si bien aún no federal), con las agendas verde y digital. Y proyecta lo económico a la política, al establecer una cláusula democrática, de respeto al Estado de derecho, que tanto combatieron los iliberales Hungría y Polonia. Y que resulta eficaz: ya se han aplicado sanciones, en el caso polaco con éxitos parciales. Ni fue fácil ni indoloro. Hubo que afrontar el requisito de la unanimidad; la inercia economicista; y aplicarlo en pleno chantaje energético del Kremlin.
Muchas de las decisiones en este ámbito han ensanchado la esfera de la gobernanza europea. La UE ha empezado a calar como un aparato que desborda lo económico y atiende a la ciudadanía y a lo social como un paraguas protector del Estado del bienestar. A diferencia de la Gran Recesión de 2008-2011, en que propagó la austeridad fiscal, procura la inclusión de los entonces excluidos, los vulnerables; garantiza la salud pública, y preserva el empleo (los ERTE y el kurzarbeit, jornada reducida coyuntural): el paro se ha reducido al mínimo récord del 6%...
Y al cabo empieza a superarse el hecho de que la UE “no gestiona ninguna de las políticas referidas a los cinco aspectos que más interesan a los europeos, a saber, atención sanitaria, educación, ley y orden, pensiones y seguridad social, e impuestos” (Mark Leonard, Por qué Europa liderará el siglo XXI, Taurus 2005).
La aceleración de la integración europea se plasmó en ámbitos como la salud, donde la Unión ostenta una competencia débil, de coordinación (artículos 168 y 169 del TFUE), lo que no impidió los éxitos de las vacunas y de la vacunación coordinada. O la energía, con la diversificación del aprovisionamiento, compras conjuntas de gas y medidas de ahorro, aunque las reformas en un mercado eléctrico incompleto e ineficaz fueron escasas: la más relevante, la “excepción ibérica”.
Y en la política exterior y la defensa, algo especialmente meritorio. La historia de la Europa comunitaria es la de esfuerzos nacionales acotados que reciben múltiples recompensas: una relación coste-beneficio muy compensadora. Pero esta vez el impacto de la invasión de Ucrania no va solo de esfuerzo. El sacrificio requerido es universal, para todos los 27 y para casi todas las capas sociales.
La guerra, una no-especialidad de una Unión que eludía convertirse en potencia, nunca es gratis. Incluso aunque la paguen otros con sus vidas. Y aunque dote a Europa del “enemigo exterior”, argamasa que federó a tantos imperios y que los europeos sortearon, enfrentándose exclusivamente a sus fantasmas domésticos. La guerra pone a prueba, sin excepción, a toda sociedad. De entrada, por la incertidumbre sobre la seguridad; de salida, por el habitual incentivo a refugiarse en alternativas ideológicas autoritarias. Y más si se acumula —en un totum revolutum— con los posos irresueltos de las asignaturas pendientes de otras crisis, incluida la de hace 15 años.
Así, el peor problema político que amenaza ahora a Europa es el intento de deconstruirla. La amenaza de un Termidor reaccionario, a golpes de avance de quien se proclama megáfono de ese malestar, que antes fue económico. Y ahora, además y sobre todo, se dobla de angustia securitaria, existencial. La ultraderecha.
No solo se ha enquistado en los gobiernos de Hungría y Polonia. Avanza en países fundadores, se apodera de Italia, resiste bien en Francia y sacude en Alemania, con terquedad en el doblemente desgraciado Este (Turingia). Y penetra en los países modelo de la socialdemocracia, los escandinavos. Influye en Suecia y cogobierna en Finlandia, lo nunca visto.
Va a caballo del discurso xenófobo y contra su antídoto, el europeísmo. Veremos si logra quebrar el consenso ya alcanzado el 8 de junio para una nueva política de inmigración equitativa. Y si el ejemplar cordón sanitario decretado por el líder de la Democracia Cristiana alemana, Friedrich Merz, se impone al servilismo hacia los ultras de su portavoz parlamentario en Estrasburgo, Manfred Weber, un robot carente de escrúpulos.
Este es el peor flanco del avance extremista: que secuestra el programa de varias derechas democráticas convencionales. Resulta inquietante que líderes de Los Republicanos franceses pretendan enmendar la Constitución para invertir la primacía jurídica del derecho comunitario y sustituirla por la del nacional, en cuanto a la inmigración: esa receta polaca de resabios judiciales alemanes sería el fin de la Unión como comunidad de derecho. Es decir, como comunidad.
Y mientras, se ensaya esa alianza estratégica derecha/ultraderecha contra apuestas que se elevaron a iconos del trienio refundador: la agenda verde, el coche eléctrico, la restauración de la naturaleza. O la flexibilización del austeritario Pacto de Estabilidad. O los avances igualitarios, también hacia los recién llegados. No es una broma. Es una amenaza.
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