La trampa de las grandes causas
La tentación de enarbolar discursos emocionales puede desdibujar los verdaderos desafíos que van a dirimirse en las próximas elecciones europeas
Lo que toca a nuestras vidas parece muy lejano de lo que cuentan las noticias en la televisión, pero de eso va en buena medida la política: de lo que ocurre y de lo que nos ocurre. Lo público resulta también demasiado abstracto como para tomárselo tan en serio como este dolor de muelas concreto que tengo que quitarme cuanto antes. Estamos aquí, pero es allí donde van a tomarse muchas de las decisiones que nos van a venir de regreso como un bumerán. Hay pocas veces en que lo de fuera se mezcla con lo de dentro, por eso quizá la época de la pandemia resultó tan extraña. Se produjo una continuidad entre las calaveradas que hacía el coronavirus por todas partes y el aislamiento al que a unos y a otros nos obligaron las autoridades. Tuvo un efecto benéfico porque fue algo que pudo entenderse, y vivirse, y todavía lo fue más cuando una vacuna impulsada y financiada en remotos despachos, descubierta y concebida en laboratorios a miles de kilómetros y fabricada vaya usted a saber dónde pudo por fin devolvernos a las calles.
Las elecciones europeas que van a celebrarse este año ocurren a tanta distancia, y tienen aparentemente tan poco que ver con cualquier urgencia inmediata, que los políticos temen que no sean muchos los que salgan a votar. Los propios asuntos que están en juego pueden resultar extravagantes. Los efectos de la batalla contra el cambio climático, por ejemplo, no se verán en las próximas semanas, ni siquiera en años, en decenas de años. Y la guerra en Ucrania, qué tendrá que ver conmigo ni con el vecino de al lado. Los tractores de la gente del campo sí que han hecho ruido, pero del campo hace mucho que se sabe poco. Y eso de la digitalización y la inteligencia artificial, un lío. Y lo otro también, y lo de más allá.
En estos tiempos de democracias de masas, la tentación de engordar las emociones para movilizar a la gente es muy frecuente, y parece ya escrito que las elecciones europeas se convertirán en un espectáculo de banderas que defienden causas sublimes (o abyectas) y que, por ese camino, la realidad se desvanecerá entre el barullo de las consignas. En un texto que apareció por primera vez en 2001 en el primer número de Letras libres y que recientemente la revista ha vuelto a publicar, el escritor mexicano Gabriel Zaid se acuerda de la relación que tuvieron aquellos dos grandes revolucionarios, Rosa Luxemburgo y León Jogiches. Cuenta que él fue siempre “el compañero, el militante de una solidaridad abstracta que le impedía reconocerse y reconocerla como persona física real”. Ella quería ser feliz. Él, “nada, nada aparte de la causa”.
Entre lo lejano y lo cercano, en esa desgarradura habitamos, y a veces resulta demasiado fácil (o tentador) olvidarse de lo concreto. ”Ser parte de un nosotros tan grandioso, que a sus ojos era la misma realidad”, dice Zaid de Jogiches, “volvía irreal su relación consigo mismo, con ella y con los demás”. Salvar al mundo de su deterioro irreversible, construir una nación que vuelva a ser grande de nuevo, alcanzar la paz definitiva: ¡qué banderas! “Ser un yo libre, solitario, solidario, feliz con un tú feliz, le parecía un nosotros pequeñísimo, egoísta, burgués, ilusorio, no la mismísima realidad”, apunta Zaid, refiriéndose de nuevo a Jogiches. Y quizá sea recomendable no olvidarlo ante las elecciones europeas, aunque solo sea para saber en cada momento de qué diablos estamos hablando, ¿de la gran causa o del dolor de muelas?
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